Hasta hace un par de años, mientras que en Europa se condenaba a 81 delincuentes por cada cien víctimas, en América Latina y el Caribe la cifra apenas alcanzaba 24: es decir, 76 delitos permanecían sin castigo. No en vano la nuestra es la región con la mayor percepción de impunidad en el mundo.
Cuando el que infringe la ley cuenta con la certeza que su proceder ilegal se mantendrá sin castigo, esta impunidad se convierte en un fuerte incentivo para seguir violando las leyes. Ante esta ausencia de un Estado de derecho sólo cabe esperar el aumento progresivo de los delitos y el imperio de la corrupción; y no sólo eso, los expertos señalan que a mayor impunidad menor desarrollo humano y mayor desigualdad.
En un escenario donde brillen por su ausencia los castigos que el sistema legal señala, lo usual es que las reglas que regulan el juego político, económico y social no se apliquen con igualdad y que un nutrido grupo de “intocables” no afronten consecuencias por sus acciones ilegales. Y si, adicionalmente, en una fachada de proceso judicial se les beneficia con medidas blandengues totalmente opuestas a la severidad que las normas indican, está dada la receta perfecta para el total deterioro de las instituciones nacionales y del tejido social.
Lamentable el mensaje que envían las autoridades a la masa ciudadana cuando confieren, como confetis, la figura de arresto domiciliario a los que atracan las arcas públicas o lucran a costa de sus posiciones en el aparato gubernamental. Ya es un patrón establecido en la justicia local, sin importar la gravedad del delito, la concesión indiscriminada de este “privilegio”.
En un esfuerzo sincero para combatir la corrupción, el primer paso es cortar de raíz la impunidad vigente. Por tanto, la efectiva aplicación de las leyes y la certeza del castigo son requisitos de los que no se puede prescindir si lo que se quiere es salvaguardar los valores básicos de la convivencia pacífica y civilizada.