Una vez alguien dijo que “le preocupaba el Papa actual porque a diferencia de los anteriores este cree en Dios”. Hablaba de Francisco, y pongamos que hablo de Joaquín. Recuerdo la cita, por lo fuerte, simple y brutal. Que el Papa crea en Dios no tiene nada de excepcional. El problema es que, según la frase, ha habido papas que no han creído en Dios. No deja de ser una ocurrencia, pero todo es posible. En lo político, que viene a ser lo más parecido a una vocación, por lo del llamado a servir al prójimo, la frase podría ser: “le preocupaba el político actual porque a diferencia de los anteriores este cree en la gente”. No digamos que en Dios, ya eso sería meterse en honduras. Pero el político que cree en la gente, ese me preocupa. Eso sí sería algo excepcional.
El político más notable es aquel que llega a ser presidente de un país. Entre él y la gente debe crearse un vínculo natural casi divino. El pueblo visualiza en él a un dios, la gente cree en esa persona, eso es normal. Si no fuera así no llegaría a ser presidente. El sistema nuestro muy particular, puede hacer de un político de poca estatura un dios. Aunque, muy importante, la estatura que dan los votos no garantiza la dimensión de un mandatario. En Panamá con los votos justos puedes llegar a ser presidente, pero de eso a llegar a ser un gran presidente, hay un océano de por medio. Hasta ahora no se ha visto, ni con muchos votos ni con pocos, todos los que han llegado solo creen en ellos y repiten los mismos errores que todos. De ahí que el presidencialismo se nota no tanto en la estatura política del que ostenta el cargo o en el espectro de su ego, sino en la distancia que cada día lo separa más de la gente y lo funde más con el poder.
El cargo de presidente, el máximo de la pirámide política, debe traer aparejado junto con la silla la virtud de la elocuencia. Un presidente debe tener un verbo contundente y sin necesidad de excesos ser un buen orador. Las palabras que conectan con la gente deben fluir de manera natural. Sin necesidad de repetirlas, porque son las mismas y nos las sabemos, estas van desde democracia hasta justicia, pasando por libertad e igualdad. Antes iban desde nacionalismo hasta bandera, pasando por soberanía y desigualdad. Siempre presentes los pobres y los necesitados de la patria. Palabras que tiradas al viento el populacho las apaña y las hace suyas, dando el crédito al que las lanza, solo cuando estas dejan marcas. Para nada sirven los monólogos encapsulados, engordados con palabras que a fuerza de ser graciosas no consiguen nada. El discurso es la fórmula para llegar a la gente, primer paso, ni siquiera los actos. Por sus actos los conoceréis, en nuestro sistema no aplica. Los actos de nuestros políticos cuando se conocen, ya viene siendo demasiado tarde. Ya han sido pervertidos por el poder y se les nota cuando hablan. Lo hacen tan convencidos de sí mismos y lo que es peor, se nota más cuando pretenden que les crean. A estas alturas la decepción ya está consumada.
El presidente que no cree en la gente algo esconde. No digo que en su gente, eso es otra cosa. Si creyera en la gente, como Francisco cree en Dios, temiera por su juicio. Se preocuparía por cumplirle, por si acaso fuera cierto que de la boca del pueblo salen las palabras de Dios. Pero como no le importa y actúa según sus impulsos, ese libre albedrío cínico lo delata cuando no da la cara, luego de jurar el cargo la vanidad se le inflama, entonces sí se cree un dios. No es que sea diferente, es igual a todos de importante. Su mejor truco es ese, parecer lo que no es. Por eso cala entre la gente, carisma le llaman algunos, los que se rinden a su personalidad quieren copiarle. La imagen juega a favor de los impostores, el que no tiene nada que ofrecer, simplemente modela. Cuando la gente se da cuenta de tanto vacío, qué les queda si no ir de comparsa detrás de la marioneta.
Cuando los políticos se enteraron que escribir por ahí lo que pensaban era un riesgo dejaron de hacerlo. El escribir determina su estatura, es la manera más barata de saber de qué están hechos. Ante tanto yerro la solución fue buscar que alguien lo hiciera. Desde manifiestos hasta tuits, alguien escribe y piensa por ellos. Hasta en eso fallan y llegamos al punto donde la imagen y las apariencias es lo único que cuenta. Hoy a un político le da igual decir cualquier cosa, al final dirá me sacaron de contexto. No fue eso lo que quise decir. Detrás de la palabra escrita hay un compromiso de lealtad, cuánto le cuesta a un político firmar lo que dice, porque sabe que si lo escribe se condena. Si tiene palabra lo que diga o escriba lo va a honrar. Pero eso no es lo usual. Como tampoco es usual los que se refieren a sí mismos en tercera persona. Él soy yo, y nosotros somos aquellos. Lo que yo haga o diga siempre es, fue y será él o aquel. Eso no es ser vanidoso, eso es ser político. Es un grado de negación que no se entiende, un desdoblamiento de la personalidad, es tomar distancia del espejo. Por eso en política no se deja nada escrito, porque a la hora de asumir las consecuencias lo negarán, total ese no soy yo, entonces yo soy otro. Así es la política, con sus cargas altas y bajas de hipocresía, es jugar a las escondidas. Una cosa es a puertas abiertas, y otra con la puerta cerrada.
¿En qué cree un político? Si no es en la gente que lo elige, que lo apoya, que le da su confianza. Si creyera no habría necesidad de tantos controles, si estar por el beneficio de los demás debe ser el fin de la vida pública. Es un cargo tan singular, no muy distinto al de una reina. Ambos suben al trono y se sientan en la silla por elección, justamente por la gracia del voto. Curiosamente si dejamos de lado la formalidad, iniciado su periodo de lo único que debe estar seguro es que cuando termine perderá el poder. Ya vendrán nuevas elecciones, otros carnavales y otro será el rey, y sentirá en ese momento la soledad que queda cuando se es un ex. La presidencia de la República no es para todo el mundo, concentra mucho poder y hay que saber controlarlo, porque es fácil ser fuerte con los más débiles, pero se necesita mucho presidente para ser fuerte con los poderosos.
Cada año que se celebra un aniversario del periodo de asunción de un gobierno, el presidente de la República debería repetir ese evento, hacerlo tan público como el primero, volver a jurar. Parece algo inocuo, vivir otra vez la experiencia de llegar a la Presidencia, pero tendría mucho significado que cada 1 de julio el mandatario volviera a ponerse la banda presidencial. Un acto digno y muy simbólico, un acto de fe. El día que se juramentó el actual presidente, haciendo gala de una gran elocuencia como el evento exigía, decía que veníamos de “una década perdida de corrupción”. Y luego, bajo una lluvia de aplausos remataba: “nos intoxicó el clientelismo”. Muy cierto todo lo que dijo, pero así como dijo una década bien pudo decir siglos. Y esta línea fue la que se ganó la mayor ovación: “Ningún interés individual, político o económico jamás estará por encima de los intereses nacionales”. Entre otras cosas recuerdo esos pasajes, en los que corrupción, clientelismo y Panamá estaban escritos en el discurso que ese día leyó. El mensaje fue: yo no soy igual.
Del primer mandatario debe nacer la iniciativa de repetir cada año ese acto, cerrando la ceremonia con el himno nacional, “es preciso cubrir con un velo del pasado el calvario y la cruz”. Pero antes de que caiga el velo sería bueno hacer justicia, entonces por fin la nueva nación se iluminaría. Si los políticos respetaran a la gente, temieran de la voluntad del pueblo como el hombre de fe teme de Dios, muchas cosas fueran distintas. Hay cosas que ya deberían ir cambiando. El protocolo de poner una mano sobre la Constitución, que bien podría ser la Biblia, y elevar un juramento teniendo al pueblo y a Dios como testigos, la verdad cada vez tiene menos sentido. El pueblo, que es la patria, ve como el primer mandatario siempre jura ante Dios “cumplir fielmente la Constitución y las leyes de la República”, ya eso nadie lo cree. Señores presidentes la patria no les cree. En los discursos de toma de posesión un presidente dice tantas cosas que sería bueno saber si cada año las quisiera repetir. Algo así como renovar los votos, en cada aniversario volver a decir “sí, acepto servir a la nación”. Si le faltan a la autoridad de Dios, qué puede esperar el pueblo. Ya sabrán, cambiamos el discurso o suprimimos del protocolo el acto de jurar.