Ni siquiera llegó a sospechar el rey Hammurabi, el extremado alcance que tendría el código legal que, allá por el año mil 700 antes de nuestra era, mandaría a cincelar sobre una gran estela de basalto negro de más de dos metros de altura. Ubicado por orden del monarca en el centro de la capital del reino, el código- con su prólogo, sus 282 leyes y su epílogo- estaba a la vista y al alcance de todos para establecer un riguroso sistema de justicia fundamentado en la conocida “ley del Talión” que, por medio de su “ojo por ojo y diente por diente”, perseguía instaurar un conjunto de castigos proporcionales a la falta cometida.
Los ecos de esta creación legal se difundieron a través del espacio y del tiempo dejando su marca en legislaciones como la de los hebreos, los griegos y los romanos que entre otras muchas culturas recogieron y asimilaron algunos de sus preceptos. Una de primordial importancia fue aquella percepción de que la ley se desarrolla y se consolida con más fuerza cuando se conserva en un medio físico por medio de la escritura para que sea de dominio público.
Mucha agua ha corrido bajo el puente judicial. Y, todavía hoy, el papel que desempeña la ley es el de ordenar la convivencia social con el menor coste posible. Son estas normas herramientas necesarias para mantener el orden y la convivencia pacífica dentro de un determinado territorio, a la vez que señalan las actitudes que se esperan del individuo mientras se proscriben aquellas que vayan en contra de los derechos de la gente y que atenten contra el bienestar común. En los regímenes democráticos, la teoría establece al órgano judicial como uno de los tres pilares sobre los que se sostiene este sistema político, pilar que resulta ser tal vez el más importante a la hora de buscar el equilibrio en la vida comunitaria.
Las deudas del sistema de justicia parecen ser elementos permanentes de la vida nacional; y ante la nueva configuración de la Corte Suprema de Justicia las expectativas apuntan hacia el inicio de un proceso de depuración y perfeccionamiento que, por lo menos, abone a lo que se le debe al país en esa materia. Sólo queda señalar, para apoyar las esperanzas en fundamentos más sólidos, que el mejor desempeño de la Corte no depende del género de quienes la componen: son la integridad, el apego y respeto a la Ley, y una previa trayectoria personal y profesional de respeto a los principios éticos lo que garantizará que a partir de este momento comiencen a enderezarse los caminos judiciales criollos.