El 28 de abril pasado, Colombia vio surgir la ola de protestas más importante de los últimos años. Mientras el país sufría una de las arremetidas más fuertes de la pandemia, decenas de miles de personas salieron a protestar en contra de una impopular reforma tributaria a la cual terminaron de sumar, también, el descontento por la violencia policial y la inconformidad por la desigualdad enraizada en la nación sudamericana.
Tras unos pocos días de iniciadas las protestas, quedó en evidencia que las mismas habían sacado a la superficie algo que para nadie era un secreto, pero que permanecía soterrado sin que alguien se atreviera a airearlo públicamente: el odio de clases subyacente, silenciado durante mucho tiempo. Los graves enfrentamientos dados en Cali entre los habitantes de barrios exclusivos-apoyados por algunos miembros de la policía- y las turbas de manifestantes son síntomas del grave resquebrajamiento social producido por la creciente desigualdad, la diferencia de clases y el racismo.
Cali es la tercera ciudad más importante de Colombia y entre 2019 y 2020, acelerada por la pandemia, la desigualdad se acentuó cuando engrosaron las filas de la pobreza 375 mil 990 personas más, de los aproximadamente 2 millones 200 mil habitantes de la urbe.
Colombia trae a cuestas una larga y complicada historia en muchos de cuyos recovecos puede estar el origen de esa fractura social. Pero, no es un trauma del que tenga la exclusividad: la llegada del coronavirus acrecentó el descontento y no hizo sino reflotar el problema.
Problema que, semejante al del país sureño, puede estar latente en algunos paisajes de Latinoamérica. En nuestro escenario criollo, por ejemplo, sólo basta una ojeada a las redes sociales para constatar la creciente intolerancia y la acentuada belicosidad del discurso que a diario ahí dentro se desarrolla. La imposición de prejuicios y opiniones ejerce su reinado ante una absoluta falta de voluntad de debatir y concertar.
Fuera de ese mundo virtual el asunto no muestra ser mejor. El discurso nacional abunda en descalificativos y acusaciones, mientras brillan por su ausencia las propuestas y las ideas que redunden en beneficio de todos. El discurso diario tan negativamente alimentado, provoca la fractura social de la que nace, inevitablemente, el odio de clases. Odio que hoy subyace en el conflicto vecino y amenaza la estabilidad de la nación sureña. La lección está dada para el resto del subcontinente. Evitemos, por acá, que ese odio infeccioso y subterráneo cobre fuerzas y emerja amenazando la estabilidad y la recuperación nacional.