Las clases políticas que dominan el ruedo electoral de Latinoamérica son el cepo que la mantienen sumida en el desastre en el que vegeta desde hace décadas. Y el caso del Perú ilustra perfectamente esta situación. El próximo domingo 6 de junio los peruanos acudirán a las urnas para decidir entre dos opciones cuyo capital político, además de limitado, resulta patético.
Por un lado, Pedro Castillo, un maestro rural postulado por el partido radical de izquierdas Perú Libre, que encabeza las encuestas con alrededor de cinco puntos; lejos de los veinte que logró sacar al inicio de la campaña y que fue perdiendo a causa de la desorganización mostrada al comienzo del torneo y a la ausencia de cuadros técnicos y de un plan de gobierno concreto. Según apuntan algunos analistas políticos, para aumentar sus posibilidades de éxito a Castillo le bastaría con ofrecer estabilidad y respeto al Estado de Derecho y esforzarse un poco más para alejarse de la etiqueta de comunista con que gran parte del electorado le percibe.
Por el otro lado corre Keiko Fujimori, que a pesar de contar con un abrumador respaldo mediático y económico, encarna- para millones de peruanos- la corrupción, el abuso de poder, las violaciones a los derechos humanos y todos los atropellos y excesos cometidos por su padre Alberto cuando gobernó el país de 1900 hasta el año 2000. De ganar la presidencia, Keiko Fujimori obtendría inmunidad en el proceso donde el fiscal pide condenarla a treinta años de prisión por delitos de corrupción. Varios de los que la asesoran en la campaña electoral han sido condenados por corrupción también.
La disyuntiva que enfrentarán el próximo domingo los electores del Perú es la misma que enfrenta el resto de Latinoamérica en cada uno de sus torneos electorales: ¿Cuál de los candidatos resulta ser el menos malo? ¿Cuál de ellos es el “menos peor”?
Triste destino al que nos condena una política infestada de antivalores y extremismos.