Panamá permanece secuestrada por un triunvirato que se sostiene sobre la corrupción rampante y el más absoluto desprecio no solo a los postulados básicos del sistema democrático, sino al supremo concepto del bienestar general, que debería ser el centro y la columna vertebral de la vida en sociedad.
Dicho triunvirato lo conforman la clase política desprestigiada que, a lo largo de los años, ha retorcido las instituciones y las ha prostituido hasta establecer un desfigurado sistema político y legal al servicio de los rastreros intereses de las minorías que gobiernan y del otro miembro de la tríada: una clase “empresarial” oportunista. Una casta cuyo campo de acción se circunscribe a los negocios con el Estado o cuyas incursiones en el mercado privado se dan luego de pactar la instauración de privilegios y ventajas que le eximan de la sana competencia que debería caracterizar al escenario empresarial.
Y el tercer, pero no menos importante miembro de esta trilogía destructora es el ciudadano cómplice, entregado de lleno al cortejo del poder- de cualquier tipo que sea- y del que espera su personal cuota de beneficios. Un numeroso grupo cuyas actuaciones responden al fatídico “¿qué hay pa’ mi?, y que gracias a la peligrosa miopía que les aqueja no logran atisbar que los pavos, jamones o las plazas laborales con las que los demagogos compran sus conciencias, facilitan el atraco de las riquezas de la Nación y el enriquecimiento de unas pocas minorías. Y que el resultado final de este persistente despojo es un país donde las mayorías carecen de oportunidades, de servicios básicos como el de salud y educación, y apenas sobreviven hundidas hasta el cuello en la desesperanza.