Muchas veces aquello que se oculta a la mirada, lo que permanece invisible, es lo que desempeña un papel de primer orden. Como los cimientos, que en cualquier construcción arquitectónica resultan fundamentales para garantizar la estabilidad y la seguridad. Ajenos a miradas indiscretas, realizan su función de brindar soporte y estabilidad a la misma.
Otro tanto ocurre en la democracia, en la cual lo medular, lo que la sostiene, permanece invisible; muy a pesar del afán que ha irrumpido durante las últimas décadas de convertirlo todo en un juego de luces y que ha llevado a Mario Vargas Llosa a proclamar que “el espectáculo es la forma política de nuestra pseudocultura”.
Una democracia saludable y efectiva se sostiene sobre una serie de características invisibles que le dan forma, estabilidad y que la mantienen viva. Principios como la separación de poderes, el estado de derecho y soberanía popular; instituciones como los medios de comunicación y la sociedad civil; y valores como la justicia, la igualdad, la rendición de cuentas y la participación, entre tantos otros. Características todas que, por cierto, permanecen ausentes del quehacer político nacional que ha devenido en una simple operación de sumas y restas, donde nada tiene valor, pero todo tiene un precio.
El país no puede continuar por ese rumbo. Para sobrevivir precisa recuperar de aquellas cosas que le proporcionen estabilidad, firmeza y seguridad. Precisamente de aquellas que permanecen ocultas a las miradas; sobre todo a las de quienes todo lo han convertido en un botín o un banquete del que echar mano.