Desde que fuera presentada ante la Asamblea Nacional en abril de 2021, el proyecto de ley 625 que adopta la legislación de extinción de dominio de bienes ilícitos, levantó numerosas dudas y suspicacias. No se le deparaba buen destino porque en opinión de un considerable sector de la ciudadanía, la ley de marras representa un potencial disparo en el propio pie de quienes legislan. Y el paso del tiempo ha venido a confirmar los resquemores populares: los hechos apuntan a que la norma en cuestión, luego de pasar por las manos de los “honorables diputados”, terminará convertida en un mamotreto que, con un poco de suerte, servirá únicamente para perseguir a los vendedores de huevos de tortugas o a los furtivos cazadores de iguanas.
En la más reciente burla orquestada desde la sede legislativa y, evidentemente, con la intención de cubrirse las espaldas, pretenden que la norma no aplique en aquellos casos de delitos contra la administración pública. Esto significa que el peculado, la corrupción, el enriquecimiento injustificado, por mencionar algunos, no será de la incumbencia de esta ley. Los propósitos de la regla quedarán delimitados al narcotráfico, la extorsión, la estafa, la trata de personas, el homicidio, el blanqueo de capitales y el robo, lo que todavía puede representarles una amenaza.
Una nación toca fondo cuando su estructura legal se amolda a los intereses inconfesables de las castas en el poder; y en la nuestra, Panamá, la impunidad se consolidad en un nuevo capítulo de esta historia local de la infamia.