En el 2022 en Panamá, la gente volvió a caminar sin mascarillas libremente, las autoridades dicen que la economía se recupera, los políticos se preparan para un año preelectoral; se diría que volvemos a la normalidad que quedó en pausa en 2020.
Paralelamente, en los últimos meses transcurridos del 2022 los reportes de hechos violentos se hacen más frecuentes. El primer hecho delictivo que llamó la atención de los medios y la opinión pública ocurrió a mediado de agosto, cuando un lunes descubren el hurto de 700 mil dólares en una sucursal del estatal Banco Nacional.
A finales de septiembre, un asalto a la sucursal de la Caja de Ahorros de Villa Lucre volvió a capturar la atención del público, y un par de semanas después, a mediados de octubre, fue el turno para los asaltantes de una joyería en Obarrio.
Luego, en noviembre, el feriado de fiestas patrias, que se unió al fin de semana, cerró con un “domingo 7”: un hombre fue asesinado en la entrada de un evento bailable en San Miguelito, que no tenía los permisos de la alcaldía para desarrollarse.
Una semana después otro asalto. Esta vez en una óptica ubicada en el área de El Dorado en la vía Ricardo J. Alfaro. Pero acá se agrega un nuevo elemento: la policía había llegado al lugar, antes que los delincuentes pudieran huir, y en un intento por evitar ser capturado, uno de los asaltantes tomó como rehén y escudo humano a una de las dependientes del local.
Esa misma noche dos sicarios atacaron en su casa a un hombre, acabando con su vida y la de su hija de 5 años. La noche anterior un sargento de la policía fue asesinado en Panamá Viejo, cuando participaba de un operativo antinarcóticos.
Noviembre se despidió con el ataque a tiros que acabó con la vida de un hombre que conducía su taxi en el barrio de Plaza Amador; y otro que fue gravemente herido en la vía Transístmica, cerca de la Universidad de Panamá.
Una secuela de hechos que activó todas las alertas; que advierten de una escalada de la delincuencia en el país y de paso, de un aumento de la violencia en los hechos criminales.
Pero, esa es una visión que las autoridades no comparten. El ministro de Seguridad Pública, Juan Pino, aseguró en una entrevista de televisión que “no son los peores momentos” del combate a la criminalidad. Según el funcionario lo que tenemos es un incremento en la información en tiempo real: “estamos más informados y de manera inmediata”.
Pino, un oficial de marina que dirigía el servicio Aeronaval cuando fue llamado al cargo de ministro, dijo en esa ocasión al programa Radar, que transmite TVN, que las fuerzas del orden han incautado este año más drogas, armas y han capturado más personas, en comparación con años anteriores.
Una respuesta que enumera acciones contra el crimen organizado relacionado al narcotráfico como argumento central de la estrategia de seguridad del país.
¿Pero, esa estrategia está realmente funcionando?
El enemigo.
Desde inicios del Siglo XXI, la estrategia de seguridad de Panamá ha estado concentrada en la lucha contra el tráfico internacional de drogas y los grupos organizados dedicados a esta actividad. Es decir, llevamos más de 20 años enfocados en incautar drogas, armas y perseguir cabecillas de pandillas. Entonces, la pregunta no es ¿qué hacemos?; sino, ¿está funcionando?
“Estamos haciendo lo mismo y eso produce los mismos resultados”, advierte Lizeth Berrocal, una abogada que ha trabajado en planes sociales de prevención para la reducción de la criminalidad, con organismos internacionales en Centro y Suramérica y ha sido directora de centros penitenciarios en Panamá. “La estrategia de seguridad fracasó”, añade Berrocal sin rodeos.
“En los países de la región, sobre todo los que constituyen la zona centroamericana, en muchos casos la política de seguridad desprende sus directrices de la política de seguridad de Estados Unidos”, dice la abogada Berrocal. “Ellos, Estados Unidos, colocaron en el epicentro de la problemática combatir el narcotráfico y al terrorismo; lo que ha afectado de forma directa la posibilidad de poner en práctica una mirada más integral para la implementación de una seguridad efectiva en nuestros países”, añade.
Si el enemigo único es el crimen organizado dedicado al narcotráfico, las acciones parecen no estar dando resultados. La cifra de homicidios (el principal indicador de los niveles de criminalidad), se mantiene igual en una década; las pandillas locales siguen creciendo y ampliando su accionar a otras provincias y protagonizando impresionantes espectáculos de horror, como la matanza de la cárcel La Joya en 2019 y los líderes de estos grupos se han internacionalizado. “La estrategia no da resultados, fracasó porque solo estamos enfocados en represión y eso no está funcionando”, señala Berrocal.
“La prevención no se fortalece”, dice Berrocal. Una opinión que otros expertos en la materia comparten. Todos coinciden en que la educación y el reforzamiento del tejido social son aspectos claves en la lucha contra el crimen.
La palabra clave.
La pieza perdida en el motor de la estrategia de seguridad de Panamá es la prevención. No se trata de la falta de acciones sino de que el tema no está en la agenda de la política de seguridad pública.
“Estamos grave y lo peor es que nadie mira el problema”, apunta la socióloga Eira Cumbrera, “sin prevención no podremos ver cambios”, explica, y advierte que sin los correctivos nos esperan escenarios como los vistos hace unos años en El Salvador, Nicaragua y Honduras, donde las pandillas alcanzaron niveles de violencia y crimen que hicieron que algunas de esas capitales se consideraran entre las ciudades más peligrosas del mundo.
Cumbrera afirma que la situación actual es el resultado de la combinación del enfoque político que descuida la prevención y de secuelas de la pandemia del 2020.
Lo primero es que el gobierno y la sociedad han dejado de lado el abordaje integral del tema. “Necesitamos enfrentar el problema desde la educación en espacios formales y no formales”, dice la socióloga. “Hay que acercarse a organizaciones comunitarias, iglesias y liderazgos comunitarios”, añade la experta.
Cumbrera explica que durante los dos años que las escuelas estuvieron cerradas, muchos más niños y jóvenes quedaron sin contacto con las esferas educativas; “las pandillas aprovecharon eso, estaban ahí 24/7”, con lo que se creó un vínculo más fuerte. “Estamos en una carrera por captar recursos humanos con estos grupos y la estamos perdiendo”, advierte la socióloga.
Mientras para Patricio Batista, también sociólogo y que trabaja con planes de resocialización y reinserción para personas privadas de libertad en la provincia de Veraguas, otro factor que tenemos en contra es el tiempo. Para él no solo hay que competir por el recurso humano, sino porque el contacto sea oportuno, es decir, prevenir en lugar de lamentar: “evitar que el individuo llegue a la cárcel”, dice Batista.
Ambos sociólogos coinciden con la abogada Berrocal en que la prevención es la clave en un escenario que, además, se agrava con el incremento de las dificultades económicas que nos han legado las restricciones por la pandemia.
“La edad del crimen está entre los 18 y los 25 años”, explica Batista, “debemos darle a esa población oportunidades de reinserción y de trabajo”. Con él coincide la abogada Berrocal, quien señala que, al abandonar el sector industrial en la economía del país, se han cerrado opciones de desarrollo profesional: “todos tienen que escoger entre el sector servicios, ya sea el área financiera o de turismo o entretenimiento; si no tienes habilidades para ese sector las oportunidades que restan no son atractivas, al menos no más que los ingresos que ofrece el crimen”.
El propio ministro Juan Pino admite que las operaciones policiales no son el todo. “La deserción escolar aumentó: si un chico no va a la escuela tiene más riesgo de acabar en una pandilla; los hogares desintegrados y el desempleo también nos afectan”, dice Pino. “La policía no lo puede hacer todo”, añadió el ministro. La clave es prevenir, eso está claro; pero, ¿cómo se aplica en la estrategia de seguridad?