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Etiqueta: impunidad

La impunidad no es opción

La falta de rendición de cuentas en Panamá ha alcanzado niveles alarmantes, evidenciando una mentalidad antidemocrática que socava los cimientos de nuestra nación. El caso de los millonarios desembolsos de la descentralización es un ejemplo flagrante: de 754 juntas comunales y alcaldías, solo 38 han presentado informes a la Autoridad Nacional de Descentralización.

Esta negligencia no solo es un insulto a la transparencia, sino un delito que debe ser perseguido con todo el peso de la ley. La impunidad no puede ser una opción para superar la mentalidad “caciquista” que ve las arcas nacionales como un botín personal.

Urge una acción decisiva: los responsables deben comparecer ante la justicia, rindiendo cuentas y asumiendo sus responsabilidades. El llamado para la entrega de documentos es un paso necesario, pero insuficiente. Necesitamos un cambio de paradigma que erradique la cultura de opacidad y establezca la transparencia como norma inviolable en la gestión pública panameña.

El futuro de nuestra democracia depende de ello. Es hora de que Panamá exija y obtenga cuentas claras.

La cueva de la impunidad

El Parlamento Centroamericano se ha convertido en un escudo protector para políticos corruptos y presidentes cuestionados. Lejos de cumplir su misión de impulsar la integración regional, esta institución ha terminado convertida en un bastión para evadir la justicia.

No son pocos los precedentes emblemáticos que demuestran cómo la institución ha ofrecido refugio a figuras acusadas de delitos graves, amparadas bajo los fueros parlamentarios que les conceden inmunidad.

Para la ciudadanía, el PARLACEN es percibido como una cueva de impunidad, con burocracia inflada y una fuente de privilegios para los políticos que logran acceder a ella. Lejos de promover la transparencia y la integración regional, se ha constituido en un obstáculo para que personajes de dudosa integridad enfrenten la justicia de sus países.

Es inaceptable que esta institución facilite la burla a los sistemas de justicia regionales. Los gobiernos y la sociedad civil deben enfrentar esta problemática de manera decisiva. La disolución del PARLACEN o su profunda reforma, otorgándole verdaderos poderes de fiscalización y sanción, podrían ser medidas necesarias para recuperar la confianza ciudadana y poner fin al refugio que ofrece a los corruptos.

Alerta: Proyecto para generar impunidad

Comunicado

La Fundación para el Desarrollo de la Libertad Ciudadana – Capítulo Panameño de Transparencia Internacional- desea dejar constancia de su rotundo rechazo al anteproyecto de ley “Que dicta disposiciones sobre amnistía, indulto, rebaja de pena y concesión de libertad condicional, modifica el Código Penal y el Código Procesal Penal”, presentado por el diputado del Partido Realizando Metas Luis Eduardo Camacho, el 29 de julio del presente año ante la Asamblea Nacional.

Es de todos conocido que el objetivo del citado proyecto es impedir que cumplan su condena una serie de exfuncionarios investigados y procesados por delitos contra la Administración Pública, en especial el expresidente Ricardo Martinelli. En este último caso, se trata de una de las pocas condenas por blanqueo de capitales lograda por el Sistema de Administración de Justicia en un esquema de gran corrupción, con afectación millonaria al erario.

Además, el citado proyecto introduce reformas al Código Penal que permitirían aplicar las importantes figuras del indulto o la amnistía a delitos comunes, más allá de los delitos políticos que contempla la Constitución, e introduciendo una serie de definiciones que van a contramano de la doctrina nacional e internacional sobre la materia.

¿Cómo se compagina este anteproyecto con el plan del gobierno de sacar a Panamá de las listas internacionales de no cooperación en la lucha contra los flujos ilícitos producto del crimen organizado, la corrupción y la evasión? ¿Cómo reaccionarían las principales calificadoras de riesgo internacional, como Moody’s, Standard & Poor’s y Fitch, ante una legislación que producirá una escandalosa impunidad?

Al final de la pasada administración, estas entidades rebajaron la calificación crediticia de Panamá, alegando la creciente preocupación por la debilidad de las instituciones públicas del país y la erosión del estado de derecho. Las agencias citaron la falta de transparencia gubernamental, la interferencia política en el sistema judicial y la percepción de corrupción generalizada como factores claves que socavan la confianza de los inversores y amenazan la estabilidad económica a largo plazo de Panamá.

Llamamos a todos los sectores políticos y a la ciudadanía en general a oponerse a esta iniciativa que debilitaría la separación de poderes, la lucha contra la corrupción y el crimen organizado, ya que, por legislar para favorecer a una sola persona, se abre la puerta a otros infractores. Instamos a los diputados a priorizar el país sobre intereses partidistas o individuales.

Panamá, 2 de agosto de 2024.

De la denuncia a la acción

En cada cambio de administración gubernamental, se destapa una letanía de irregularidades que indignan a la ciudadanía. Sin embargo, la indignación sin acción es efímera, y los corruptos cuentan con ello. La alcaldesa de San Miguelito ha confirmado la recopilación de pruebas para denunciar graves irregularidades financieras e infraestructurales. Este paso, aunque loable, debe ser solo el principio.

La transparencia y eficacia en el manejo de los recursos estatales exigen más que denuncias mediáticas. Es imperativo que estas se traduzcan en procesos legales concretos que identifiquen y castiguen a los responsables. La destrucción de registros, las deudas millonarias injustificadas y el incumplimiento de obligaciones laborales no pueden quedar impunes.

El desafío para la nueva administración no es solo exponer el desastre heredado, sino cerrar las puertas a la impunidad. Se requiere un seguimiento riguroso de las denuncias, asegurando que las investigaciones sean exhaustivas y las acusaciones, irrefutables. Solo así se podrá romper el ciclo de corrupción que se perpetúa con cada cambio de gobierno, restaurando la confianza ciudadana en las instituciones públicas.

Por el despeñadero

El imperio de la ley es un pilar fundamental en la evolución de la vida en sociedad, actuando como un garante de justicia, igualdad y orden. Su importancia radica en que establece un marco normativo donde todos los individuos, independientemente de su posición social, están sujetos a las mismas reglas y sanciones. Este principio de igualdad ante la ley es esencial para construir una sociedad justa y equitativa, donde los derechos y las libertades de cada persona están protegidos.

En una democracia, el imperio de la ley desempeña un papel crucial. Funciona como un mecanismo de control y equilibrio del poder, asegurando que ninguna persona o entidad esté por encima de las normas. Esto es vital para prevenir abusos de poder y corrupción, promoviendo la transparencia y la rendición de cuentas en el gobierno. Además, fomenta la confianza ciudadana en las instituciones, un aspecto esencial para la estabilidad y la cohesión social.

Sin embargo, cuando se permite la impunidad, el tejido mismo de la democracia y la sociedad se ve amenazado. La impunidad, entendida como la ausencia de castigo o consecuencias por actos ilegales o injustos, socava la confianza en el sistema legal y en las instituciones democráticas. Genera una percepción de injusticia y desigualdad, ya que se transmite el mensaje de que ciertos individuos o grupos pueden evadir la justicia. Esto no solo debilita la moral colectiva, sino que también incentiva la repetición de conductas ilícitas.

En conclusión, el imperio de la ley es indispensable para el funcionamiento y la evolución de una sociedad democrática. La impunidad, por el contrario, erosiona estos principios, poniendo en peligro la paz social y el progreso de cualquier nación civilizada. Es imperativo fortalecer el sistema judicial y garantizar que todos los actos ilícitos sean sancionados para mantener una convivencia justa y ordenada.

Crimen sin consecuencias

La impunidad, definida como la ausencia de castigo o la falta de consecuencias frente a actos ilícitos, se erige como una de las problemáticas más corrosivas en el seno de cualquier sociedad. La misma es un fertilizante para el crimen, al proveer un terreno propicio donde las acciones delictivas no solo germinan, sino que florecen con vigor. La raíz de este fenómeno se encuentra en un sistema de justicia endeble, caracterizado por la lentitud procesal, la corrupción judicial, y la insuficiente aplicación de las leyes, lo que culmina en una certeza de impunidad para el transgresor. Cuando los individuos, especialmente aquellos con inclinaciones delictivas, perciben que el castigo no es una consecuencia inevitable de sus acciones, su percepción de riesgo disminuye drásticamente. Esta falta de disuasión no solo anima a los criminales habituales, sino que también puede tentar a ciudadanos ordinarios a transitar el camino de la ilegalidad, especialmente si ven en ello una vía rápida hacia beneficios materiales o de poder. La impunidad, por lo tanto, no solo multiplica el crimen existente, sino que también puede infestar el tejido moral de la sociedad, erosionando el respeto por la ley y la justicia.

La corrupción, como manifestación palpable de la impunidad, se infiltra en todos los niveles de la sociedad, desde las esferas más elevadas del poder hasta los cimientos de la estructura social y económica del país. Este fenómeno degrada la confianza en las instituciones, disminuye la eficacia de los servicios públicos y distorsiona la economía al desviar recursos de su uso óptimo. Además, la impunidad socava los cimientos de la democracia al corroer la igualdad ante la ley, uno de los principios fundamentales de cualquier sistema democrático.

Las consecuencias de la impunidad son desastrosas para la vida democrática. La desconfianza ciudadana en el sistema judicial y en las instituciones de gobierno alimenta la apatía y el escepticismo político, lo que a su vez debilita la participación ciudadana y el compromiso con los procesos democráticos. La percepción de que la justicia es selectiva y que el poder y la riqueza pueden comprar impunidad erosiona la fe en la igualdad de derechos y oportunidades. En última instancia, la impunidad puede llevar a la deslegitimación del estado de derecho, poniendo en peligro la estabilidad y seguridad de la nación.

En resumen, la impunidad no solo es un multiplicador del crimen, sino que es un veneno que corroe las bases de la justicia, la equidad y la democracia. Combatirla no solo es una tarea urgente para los gobiernos y las instituciones judiciales, sino un imperativo moral para la sociedad en su conjunto.

¡Se buscan!

La democracia panameña enfrenta un grave desafío ante la presencia de condenados por delitos que ostentan cargos públicos e incluso aspiran a puestos de elección popular. Esto evidencia fallas en la aplicación de la ley y envía un peligroso mensaje de impunidad.

Según un reciente informe de la Contraloría General de la República, en los últimos cinco años se han documentado al menos 10 casos de funcionarios públicos que ejercen labores pese a tener sentencias firmes en su contra. Incluso, algunos han presidido juntas municipales. Esta situación atenta contra la institucionalidad democrática, pues permite que individuos condenados por la justicia sigan gozando de privilegios y poder político. Socava la confianza ciudadana en las autoridades y refuerza la sensación de que la ley no se aplica a todos por igual.

Recientemente, el Tribunal Electoral alertó que dos precandidatos del partido oficialista, no podrán participar en las elecciones de 2024 al tener condenas mayores a 5 años que los inhabilitan de por vida para optar a cargos de elección popular. No obstante, ambos habían ganado las primarias de su colectivo político, lo que demuestra falta de rigor en los procesos internos para seleccionar aspirantes. Permitir que sentenciados compitan es una afrenta al orden democrático y riñe con los principios éticos que deberían reinar en la gestión pública. Los partidos políticos tienen el deber de depurar sus filas y no convertirse en cómplices de aquellos que violan la ley. Deben extremar los filtros en sus procesos de selección de candidatos y no anteponer intereses electorales a la integridad. Por su parte, las autoridades judiciales y electorales están llamadas a coordinarse para garantizar que ningún condenado en firme por delitos graves pueda aspirar a cargos públicos. Hacer cumplir las leyes vigentes es la mejor señal para desincentivar estas prácticas.

Pero también es tarea de los ciudadanos no tolerar atropellos a la institucionalidad democrática. Deben ejercer vigilancia, exigir rendición de cuentas y no respaldar en las urnas a quienes representan intereses espurios. El voto responsable es la mejor herramienta contra la impunidad. Permitir que individuos sentenciados por la justicia ocupen cargos públicos mosquea la democracia panameña. Se requiere decisión política y ciudadana para desterrar estas aberrantes prácticas y aplicar la ley en forma pareja. De lo contrario, la credibilidad de las instituciones seguirá deteriorándose ante la opinión pública. No más impunidad.

La trágica muerte que inspiró una ley contra la impunidad

La Ley Magnitsky de Estados Unidos es una ley aprobada en 2012 con el objetivo de castigar a individuos responsables de violaciones graves a los derechos humanos. Lleva el nombre de Sergei Magnitsky, un abogado ruso que murió bajo custodia policial en Moscú en 2009 después de denunciar un fraude fiscal masivo por parte de funcionarios del gobierno ruso.

La historia detrás de esta ley es conmovedora y reveladora. Sergei Magnitsky era un abogado que trabajaba para el fondo de inversión Hermitage Capital Management, dirigido por el inversionista estadounidense Bill Browder. Magnitsky descubrió que funcionarios del gobierno ruso habían robado 230 millones de dólares en impuestos pagados por Hermitage, usando empresas fantasmas y sellos fiscales robados. Cuando Magnitsky denunció este fraude, fue arrestado y encarcelado sin juicio previo. Pasó casi un año en prisión sufriendo maltratos y le fue negada atención médica adecuada. Finalmente, murió a los 37 años en circunstancias sospechosas.

Indignado por la injusticia, Bill Browder presionó al gobierno de Estados Unidos para que sancionara a los responsables. Así nació la Ley Magnitsky, que autoriza al gobierno de EE.UU. a congelar activos y prohibir visas a extranjeros implicados en abusos graves a los derechos humanos.

La ley se aplica de manera global. Cualquier funcionario extranjero que haya estado involucrado en detenciones ilegales, tortura o ejecuciones extrajudiciales puede ser sancionado, independientemente del país. Las sanciones también se aplican a quienes participaron en encubrimientos significativos de estos abusos.

Desde su entrada en vigor, la Ley Magnitsky se ha utilizado para castigar a cientos de individuos en países como Rusia, Arabia Saudita, Sudán y China. Algunos casos destacados son:

  • Sanciones a 17 funcionarios saudíes por el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en 2018.
  • Sanciones a funcionarios birmanos involucrados en la limpieza étnica contra la minoría musulmana rohinyá.
  • Sanciones a oligarcas y autoridades rusas cercanas a Vladimir Putin, en represalia por actividades corruptas y malversación de fondos.

La Ley Magnitsky ha demostrado ser una herramienta poderosa para responsabilizar a perpetradores de abusos a los derechos humanos y corrupción sistémica. Permite al gobierno de Estados Unidos tomar acciones concretas más allá de simples declaraciones condenatorias.

Aunque imperfecta, esta legislación representa un avance significativo en la defensa de los derechos humanos y la lucha global contra la impunidad. Honra el sacrificio de Sergei Magnitsky al negar la comodidad y privilegios del sistema financiero de EE.UU. a quienes lucran con el sufrimiento ajeno. Su legado perdura como un símbolo de la perseverancia de la justicia.

El lastre de leyes que duermen

La convivencia civilizada no es solo un ideal valioso: es el pegamento que sostiene nuestras sociedades. Pero, esa convivencia armónica requiere de leyes equitativas y- aquí está el truco- también exige que esas leyes se apliquen con firmeza y consistencia. Desgraciadamente, esa no es la realidad vigente. Chocamos cada vez más con leyes que parecen estar en un letargo eterno, sin aplicarse, mientras que la sociedad se tambalea y la democracia se resquebraja. Esta tendencia crea incredulidad y desconfianza hacia las mismas instituciones que juraron protegernos. «Si no se van a usar, ¿para qué sirven?», podríamos preguntar. Y, como respuesta, surge la impunidad, y gavillas de individuos que, al notar el vacío de leyes ineficaces, sacan provecho.

Y en esta mesa, tiene su silla la corrupción, esa vieja conocida permanente personaje de la tragedia nacional. Como el Informe Global sobre la Corrupción 2023 de Transparencia Internacional nos recuerda, un alarmante 27 por ciento de personas a nivel mundial siente que la corrupción es el pan de cada día. Y si sumamos leyes que nunca se aplican, el resultado es una justicia trabada y una ciudadanía frustrada. «La injusticia en cualquier parte es una amenaza para la justicia en todas partes», nos advertía Martin Luther King. Ciertamente, vivir en una sociedad donde sentimos que hay una «ley del embudo» –amplia para algunos y estrecha para otros–, no solo erosiona la confianza, sino que pone en jaque la esencia misma de nuestra convivencia. Con códigos y reglamentos que cubren desde el más mínimo detalle hasta los grandes pilares de nuestra sociedad, resulta irónico, por no decir doloroso, constatar que la impunidad reina a sus anchas.

Y resulta aún más alarmante que sean quienes aprueban las leyes o quienes deben aplicarlas en los tribunales, los primeros en violentarlas o hacer caso omiso de ellas. ¿Qué mensaje se envía al país? El grito es claro: necesitamos un cambio. Pasar del dicho al hecho. Que se sienta que la balanza de la justicia no tiene un lado más pesado que el otro. Como decía Thomas Fuller, las leyes no pueden atrapar moscas y dejar ir avispas. Si queremos una sociedad en la que confiar, necesitamos actuar. No más leyes dormidas ni impunidad selectiva. Es hora de reivindicar la justicia y exigir que las normas se apliquen sin exenciones de ningún tipo. Nuestra supervivencia depende de ello. A final de cuentas, cada uno de nosotros puede y debe ser un agente de cambio en esta cruzada por una sociedad justa.

La meta ausente

Impunitas, que es la palabra del latín de donde proviene impunidad, significa, literalmente, “sin castigo”. Ambas aluden a la circunstancia de dejar una falta, una culpa o un exceso sin el merecido correctivo. Y, aunque mayormente, la percibimos como dejar sin sanción las violaciones a las leyes vigentes, la impunidad es una infección que contamina muchos otros aspectos de la sociedad. Si en la escuela, por ejemplo, un estudiante no cumple con las tareas asignadas y no se le aplica algún tipo de sanción, no pasará mucho tiempo cuando otros estudiantes imiten la conducta irresponsable. Esa es una de las consecuencias más nocivas de la impunidad: promueve la irresponsabilidad y anima a muchos a comportarse sin importar las consecuencias de lo que se haga o deje de hacer.

Este tipo de impunidad resulta demasiado frecuente en todos los niveles de la gestión gubernamental, demostrando las repetitivas experiencias- de vieja data y más recientes- que en el entorno oficial pesan más las conexiones que las ejecutorias. Únicamente ese detalle explicaría que funcionarios con una evidente ausencia de logros verificables en sus gestiones permanezcan sin reparo en sus cargos y sin que se le exija responsabilidades al respecto.

Por todo ello es extremadamente inconcebible que luego de dos años de cierre de escuelas y colegios y a pocos días para reiniciar las clases presenciales, alrededor de 600 de esas instituciones no cumplan con las condiciones requeridas para un efectivo proceso de enseñanza. Como se ha hecho costumbre, sobran las excusas y las justificaciones tras las que se esconden quienes no cumplieron con sus funciones.

Mientras los funcionarios de este país, incluidos los de niveles superiores, se escuden en esa impunidad que les libra de rendir cuentas y mostrar logros en su gestión, continuaremos malviviendo como una nación que va de tropiezo en tropiezo, incapaz de sobreponerse al fracaso y de alcanzar el desarrollo tan añorado por el resto de la población.

 

Las penas ausentes

Hasta hace un par de años, mientras que en Europa se condenaba a 81 delincuentes por cada cien víctimas, en América Latina y el Caribe la cifra apenas alcanzaba 24: es decir, 76 delitos permanecían sin castigo. No en vano la nuestra es la región con la mayor percepción de impunidad en el mundo.

Cuando el que infringe la ley cuenta con la certeza que su proceder ilegal se mantendrá sin castigo, esta impunidad se convierte en un fuerte incentivo para seguir violando las leyes. Ante esta ausencia de un Estado de derecho sólo cabe esperar el aumento progresivo de los delitos y el imperio de la corrupción; y no sólo eso, los expertos señalan que a mayor impunidad menor desarrollo humano y mayor desigualdad.

En un escenario donde brillen por su ausencia los castigos que el sistema legal señala, lo usual es que las reglas que regulan el juego político, económico y social no se apliquen con igualdad y que un nutrido grupo de “intocables” no afronten consecuencias por sus acciones ilegales. Y si, adicionalmente, en una fachada de proceso judicial se les beneficia con medidas blandengues totalmente opuestas a la severidad que las normas indican, está dada la receta perfecta para el total deterioro de las instituciones nacionales y del tejido social.

Lamentable el mensaje que envían las autoridades a la masa ciudadana cuando confieren, como confetis, la figura de arresto domiciliario a los que atracan las arcas públicas o lucran a costa de sus posiciones en el aparato gubernamental. Ya es un patrón establecido en la justicia local, sin importar la gravedad del delito, la concesión indiscriminada de este “privilegio”.

En un esfuerzo sincero para combatir la corrupción, el primer paso es cortar de raíz la impunidad vigente. Por tanto, la efectiva aplicación de las leyes y la certeza del castigo son requisitos de los que no se puede prescindir si lo que se quiere es salvaguardar los valores básicos de la convivencia pacífica y civilizada.

 

Medicamentos inalcanzables

La historia reciente ha resultado contundente y definitiva en una lección fundamental: sin importar la gravedad del problema, los intereses escondidos tras el telón de fondo deciden la definición y el destino final de los mismos. El escándalo sobre los graves hechos acaecidos en los albergues, por ejemplo, lo ilustra de manera integral: los poderes y personajes bajo la superficie, que podían resultar afectados si se daban a conocer de manera completa las circunstancias, empujaron dicho escándalo hasta recalar en un encubrimiento e impunidad vergonzosos. A pesar de la indignación ciudadana provocada, pesaron más los intereses subterráneos.

La misma amenaza se cierne ahora sobre la profunda crisis ocasionada por el hastío nacional ante los altos precios de los medicamentos: los poderosos intereses de un cartel conformado por un pequeño grupo de empresas, ha impuesto brutalmente sus réditos a costa del bienestar de las mayorías, poniendo en riesgo la salud y la vida de los que, en un momento crítico, requieren de medicinas para luchar contra la enfermedad. Los precios, que superan hasta en 500 por ciento – en dólares- el precio de venta de los mismos medicamentos en países vecinos, confirman la desmedida codicia y sed de lucro que campea en el oligopolio impuesto en ese rubro específico.

No faltarán aquellos que, con la vista puesta en el próximo torneo electoral y con cálculos politiqueros, asuman demagógicamente el papel de quijotes en esta lucha para la cual no demostraron interés alguno antes que se convirtiera en asunto vital en la atención de la mayoría de la población ahogada por el alto costo que implica la sobrevivencia.

Que el descontento se materialice en un precio justo y accesible para los medicamentos, depende de la voluntad de cada ciudadano y, también, de unir esa disconformidad en un solo grito de protesta que- por esta vez- se mantenga persistente y no permita que se sacrifique el bienestar general para imponer la obscena codicia de una minoría mercantilista. ¡Ya no más!

Bordeando el precipicio

Con mucha frecuencia una planta que nació saludable y lozana, a causa de malos cuidados o por mala nutrición, termina podrida hasta la raíz. Ese es el aciago destino al que ha arribado el fuero penal electoral, un instrumento que, en sus orígenes, apuntaba a ser un contrapeso para evitar las persecuciones de los adversarios políticos en el poder. Más que un privilegio, pretendía funcionar como un reaseguro del parlamento y del poder ejecutivo para funcionar libre de las presiones de los otros poderes y también de grupos particulares que podrían ejercer presión mediante denuncias penales. Nacido en las entrañas de la monarquía constitucional y asumido luego por la democracia liberal, intentaba garantizar el libre ejercicio de las opiniones políticas sin amenazas de juicios posteriores.

Muy prolífico en los parajes de Latinoamérica, el fuero penal, sin embargo, ha degenerado en una patente de corso para situarse por encima de la ley y protegerse de las responsabilidades derivadas de conductas no atenidas a lo legal. Es una llave utilizada, sobre todo por políticos, para acceder a la impunidad.

Esta percepción es compartida por la Cámara de Comercio, Industrias y Agricultura de Panamá que, en su último pronunciamiento, asevera que “esta figura se ha deformado al punto de convertirse en una coraza de impunidad tras la cual se escudan políticos y delincuentes involucrados en casos de alto perfil”. Invocando los artículos 19 y 20 de la Constitución Política de la República de Panamá que reza que “no habrá fueros ni privilegios por razón de raza, nacimiento, discapacidad, clase social, sexo, religión o ideas políticas” el uno, y que “los panameños y extranjeros son iguales ante la ley”, el otro; la Cámara se une al resto de las voces nacionales que solicitan la eliminación de tal privilegio.

El hastío provocado por los desafueros y desmanes de una casta política oportunista e incapaz de trascender sus apetitos particulares y de sintonizar efectivamente con las expectativas ciudadanas, ha empujado a la nación hasta el borde del barranco. El momento ha llegado de desarticular la estructura sobre la cual han lucrado unos pocos “privilegiados” a costa del bienestar general. Las cartas están echadas.

El camino al infierno… 

La descentralización, vista en el papel, es el proceso por medio del cual el Órgano Ejecutivo concede cada vez más autonomía a los municipios en el manejo de los recursos. Pecaba de extrema ingenuidad quien creyera que, al establecerse la misma, los manejos serían distintos a lo que habían sido hasta entonces en el sistema centralizado: la piñata a la que quedaría reducido dicho mecanismo era fácilmente previsible.

Según datos de la Contraloría General de la República, 751 alcaldes y representantes reciben 3 millones de dólares mensuales en concepto de salarios, dietas y gastos de movilización, lo que se traduce en 36 millones anuales. Sólo en el novedoso e inconcebible rubro de “movilización” este grupo de funcionarios consumen 1 millón 23 mil dólares mensuales que, al cabo de un año, se transforman en 12 millones 276 mil dólares con los que dejan de contar los municipios para resolver problemas y mejorar el nivel de vida de sus habitantes.

La ley de descentralización establece que “los consejos municipales tendrán competencia para estudiar, evaluar y aprobar el presupuesto de rentas y gastos municipales, que comprenderá el programa de funcionamiento y de inversiones”; y los sueldos, los gastos de movilización, los de representación y las dietas, al ser parte de los renglones del presupuesto de funcionamiento, deja la mesa servida para que los mismos que tienen en sus manos la potestad de aprobar el presupuesto se asignen estos jugosos privilegios.

El proceso de descentralización nació, tal vez, con la intención de promover y facilitar la participación local en la construcción de un mejor futuro para las comunidades del país; pero, las fallas y los resquicios legales con los que fue dada a luz confirman, una vez más, que el camino hacia el infierno está pavimentado de buenas intenciones. Una Contraloría renuente a fiscalizar y un arribismo desvergonzado impulsado por la cultura de la impunidad han abonado su respectiva cuota al problema.