Palabra tras palabra

El historiador y escritor británico Thomas Carlyle, que también fue catedrático y rector de la prestigiosa Universidad de Edimburgo, a lo largo de su existencia habrá escuchado el parloteo de muchísimos políticos para llegar a la rotunda conclusión que “los discursos que no conducen a alguna manera de acción más vale no pronunciarlos”.

En el más reciente que atañe a esta nación, por sobre la palabrería y el catálogo de obras realizadas o en ejecución, se imponía entrar en detalle en un asunto del que pende el futuro de los trabajadores y de la economía del país: la crisis del sistema de pensiones.

Pero, nuevamente se impuso la costumbre: se dejó entrever la intención de seguirle dando largas para, al final, dejarle a una próxima administración gubernamental la responsabilidad de afrontar el problema. Mientras tanto, el mismo no sólo adquiere dimensiones descomunales, sino que sigue en la mira de voraces grupos empresariales que, a la sombra del anonimato, esperan el momento propicio para lanzarse sobre los despojos del programa en crisis con la intención de lucrar aplicando modelos que ya fracasaron rotundamente y ahondaron la debacle en otras latitudes.

Carlyle no estaba solo en sus percepciones. Siglos antes Aristóteles ya había advertido que “los discursos inspiran menos confianza que las acciones”. Y la desconfianza se justifica aún más cuando las acciones han brillado por su ausencia.

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