Tal vez la principal virtud que se le exige a un discurso político es que la realidad que se describe por medio de las palabras se corresponda realmente con el mundo en el que habitan los ciudadanos. Cuando este requisito no se cumple, fracasa el proceso de comunicación en el que el orador intenta dar a conocer sus planes y proyectos – si se tienen- y en la ciudadanía aumenta la desconfianza y la incredibilidad profesada hacia quienes llevan la batuta del Estado.
Entre mayor sea la brecha existente entre las expectativas de los gobernados y lo actuado por los gobernantes, mayor es la posibilidad de que aparezca el “hartazgo político”: a medida que aumenta esa brecha, crece el convencimiento de las mayorías de haberse equivocado en su decisión de elegir a los que gobiernan en ese momento.
Otra virtud que resulta fundamental para la validez del discurso político es que las palabras de quien lo pronuncia se correspondan con sus acciones cotidianas. Por muchas palabras bonitas y a pesar de lo atractivo que resulten los arabescos gramaticales, si lo que se dice y lo que se hace caminan en direcciones opuestas, no se puede esperar sino la fractura de esa confianza que resulta sumamente necesaria para superar los escollos e impulsar al país hacia mejores estadios de desarrollo.
A lo largo de los últimos años, la política criolla, absolutamente huérfana de contenido, se ha decantado por la forma desarrollando una absurda obsesión por las palabras floridas y las frases rimbombantes que para nada reflejan la realidad nacional. Por ello, el escenario se encuentra secuestrado por jueces y magistrados que hablan de integridad mientras llevan en sus bolsillos el tarifario de sus decisiones judiciales; candidatos que tiñen su verborrea de promesas de una “nueva política” y terminan revolcándose en la corrupción de la política tradicional; diputados que se montan en el discurso de la transparencia, pero que aún no rinden cuentan de los gastos de sus “partidas especiales”; y ciudadanos que pregonan a los cuatro vientos la necesidad de los valores morales, luego de soltar un billetito para evitar una multa o agilizar un trámite.
El “hartazgo político”, que puede derivar en otros hartazgos más extremos y peligrosos, no desaparecerá de la tarima nacional mientras el discurso sea más importante que los actos, mientras las palabras no se correspondan con el comportamiento. Porque, para que el país cambie es requisito fundamental que cambien los ciudadanos. Tenemos que convertirnos en el cambio que queremos ver instaurado tanto en la vida pública como en la privada. No hay otra manera de lograrlo.