Desde hace milenios los hombres y las mujeres se han vestido de manera diferente, han usado distintas prendas y sus adornos o utensilios han variado. Aunque esta variación no siempre ha sido definida por el sexo o el género, sino que la cultura, el estatus, la jerarquía, o la ocupación tenían mucha más relevancia en la mayor parte de las ocasiones en la adopción de unos u otros elementos.
Tanto hombres como mujeres han usado durante la mayor parte de la historia y en las más diversas culturas muchos de los elementos que hoy consideramos como ‘femeninos’, tales como las pelucas, el maquillaje, las faldas, los tacones e incluso el color rosa, fueron durante siglos, si no abiertamente masculinos, sí mayoritariamente utilizados por los hombres.
Faldas o vestidos, llamémosles túnicas, kilts, togas, caftanes, faldellines o parumas, usaban los hombres en la mayor parte del mundo y en todas las culturas por ser fáciles de fabricar y de llevar. Los pantalones se usaban para montar a caballo, o para abrigarse las piernas en las zonas con inviernos muy rigurosos y no en todas las culturas. El uso extendido de los pantalones en los hombres es bastante reciente, como muestra podemos señalar que el zar Pedro I en 1701 tuvo que dictar una ley que obligaba a todos los hombres rusos a llevar pantalones, con la excepción de granjeros y clérigos.
No es hasta el siglo XIX cuando el pantalón queda por completo identificado como prenda masculina. El dandi británico, cuyo máximo exponente es George Bryan Brummell, ‘Beau Brummell’, marca la diferencia al exceso rococó de la corte de Versalles y con su traje de tres piezas ha dictado la moda masculina desde entonces. La moda masculina de hoy sigue los dictados de la moda de la Inglaterra eduardiana y su ideal de masculinidad.
Pero recordemos siempre que los ‘ideales’, como los conceptos de masculinidad y belleza son cambiantes, en el Antiguo Egipto los hombres y las mujeres, además de llevar ambos faldas, se maquillaban por igual. Los ojos eran delineados con abundante pigmento azul, verde o negro. Se creía que la sombra de ojos verde los protegía de enfermedades. Para los labios usaban un tinte hecho de ocre rojo y óxido de hierro. El colorete era una mezcla elaborada con semillas, ocre rojo y frutas. Las tumbas de los faraones nos han proporcionado muestras de estos productos en una maravillosa paleta cosmética.
En Grecia y en Roma eran las hetairas y las cortesanas las que usaban y abusaban del maquillaje, aunque tanto hombre como mujeres patricios cuidaban con mimo su pelo y su piel, que debía ser muy blanca con las mejillas sonrojadas. La piel blanca era sinónimo de nobleza frente a la piel quemada por el sol de los que debían trabajar para poder vivir. Los hombres romanos se aplicaban pigmento rojo en las mejillas y se pintaban las uñas, también se pintaban las calvas y usaban peinados que minimizaran las entradas en la frente. Los ojos y las cejas se obscurecían con pastas hechas con hollín y pigmentos vegetales y animales. En Oriente tanto hombres como mujeres usaban el kohl sobre los ojos para protegerlos del sol y esta práctica aún perdura en nuestros días.
Durante el reinado de la reina Isabel I de Inglaterra se valoraba la piel blanca y los productos para blanquear la cara estaban hechos con plomo por lo que provocaban graves daños en la salud. Se utilizaban también menjurjes para blanquear dientes y los pétalos de geranio como rojo de labios.
En la Francia de Luis XVI el maquillaje y los productos para el cabello eran dominio de ambos géneros por igual. La temprana alopecia del rey Luis XIII y su uso de pelucas hizo que los miembros masculinos de la aristocracia adoptaran también esa costumbre luciendo postizos con largas melenas onduladas que en el siglo XVIII comenzaron a empolvarse, disimulando así los insectos y la suciedad. También los hombres de la corte francesa de los siglos XVII y XVIII se maquillaban y usaban de forma tan común los lunares pintados que incluso se desarrolló un lenguaje de los lunares.
De nuevo, la moda de rechazar el maquillaje viene de Inglaterra, esta vez de mediados del siglo XIX durante el reinado de Victoria. Ella consideraba que el maquillaje era vulgar y, al ser ella la cabeza de la iglesia anglicana, el maquillaje terminó por ser considerado una abominación. Ahí fue donde comenzó a asociarse el maquillaje a la vanidad y a la obra del Diablo, desde luego, las mujeres que lo utilizaban eran pervertidoras y enviadas de Satán. Estos valores religiosos marcaron de tal manera las creencias que la asociación maquillaje – mujer tentadora aún perdura en nuestros días