A raíz de las batallas sociales y laborales, en Panamá como en muchos países de la región se conformó un establishment, una especie de gobierno permanente que sobrevive a los cambios que cada cinco años impone la democracia.
Lo hizo posible, leyes de estabilidad que hacen inamovibles a quienes lo integran, a tal grado que cada quinquenio cuando asumen nuevas autoridades apoyadas por el voto popular, les resulta casi imposible innovar o corregir irregularidades que afectan la gestión de gobierno.
Desde las tres comunicaciones por faltas cometidas, hasta el intento infructuoso de las destituciones, todas las sanciones se estrellan contra el sólido muro de una estabilidad que en ocasiones se parece más a la impunidad que a la conquista laboral por la que lucharon legiones de trabajadores.
“Ellos se van y nosotros seguimos” es una de las tantas aseveraciones con la que los integrantes del establishment enfrentan medidas oficiales, pero ¿hasta dónde esa estabilidad es correspondiente con la calidad de trabajo que se brinda y hasta dónde afecta la labor de un gobierno?
A menudo conforman en instituciones “grupos de poder” sin cuya validación es imposible gestionar, y lo peor, en otras actúan como verdadero factor de sabotaje o de acciones que por su repercusión negativa trascienden ante la comunidad que ignora su origen, como negligencia o incapacidad de las direcciones que ingresan cada cinco años.
Así, para el observador desprevenido “no hay tal cosa” por la supuesta incapacidad del gobierno; o falla determinada atención porque el gobierno no ha hecho nada o tal fracaso se debe a la inacción del gobierno.
Se trata de una costra oportunista, verdaderas mafias, que trafican y deciden, que determinan y reorientan, y que viven a la sombra de la estabilidad lograda por la lucha de gente honrada; que se protege proyectando la culpa en otros, y al final el único perjudicado es la comunidad nacional, los ciudadanos que creen que con el voto pueden cambiar al Estado, cuando los integrantes del establishment “trabajan” intensamente para que “nada cambie y todo siga igual”, retando a sus direcciones, porque se trata de un modus vivendi, una forma operativa de asentadas raíces, fundamentalmente en las estructuras de gobierno.
A la luz de esa realidad, en algunas instituciones se compra los insumos, pero se acaban con sorpresiva rapidez, en otras no alcanzan para los periodos que deben cubrir o equipos modernos que desaparecen como por arte de magia.
Lo más lamentable es que el establishment opera al amparo de un silencio cómplice, de una mirada que ve todo y nada ve, o del temor de unos para “no meterse en líos”, y si algo se escapa siempre habrá la posibilidad de achacarle la culpa a las nuevas autoridades, si total “ellos se van y nosotros seguimos”.
¿Ha habido algo de esto durante la pandemia? ¿Habrá pasado algo de esto con los insumos que por grandes cantidades ha comprado el gobierno pero que con sorpresa no llegan a algunos sectores del equipo sanitario que con heroísmo enfrenta al Covid-19? ¿Habrán aparecido muchos de esos insumos en tiendas y farmacias que nada o poco tienen de establecimientos de gobierno?
La gestión pública parece adolecer de tantas irregularidades que convendría revisar la forma como la estabilidad laboral es utilizada a favor de acciones delictivas que le roban a la comunidad nacional sus derechos, sus atenciones y sobre todo la posibilidad de recibir una mejor atención por los impuestos que paga.