A fuerza de repetirlo, demasiada gente tiene como un dogma de fe aquello de “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”. Sin embargo, cuando se examina descarnadamente, resulta que el dogma es una media verdad. O que, como muchas cosas en las que creemos a pie juntillas, no resulta ser muy apegado a la exactitud. Los hechos demuestran hasta la saciedad, y Panamá no es la excepción, que “cada pueblo tiene el gobierno que se le parece”; o, en ese afán de la precisión quirúrgica, “cada pueblo tiene los políticos que se le parecen”.
Los hechos, demasiado frecuentes en Panamá, hacen sonar las alarmas porque cuando el sistema judicial se atreve a cumplir con su propósito saltan las hordas a defender a capa y espada a quien se le exige rendir cuentas: delincuentes probados unos y otros cuyos caminos torcidos demuestran hasta la saciedad que la ley no fue lo suyo mientras ejercieron el cargo. La descomposición ética, moral y legal que se ha tomado el escenario nacional resulta alarmante, y nada la demuestra más contundentemente que el fervor masivo en defender este repudiable tipo de conductas.
El poco apego a la ley y a la ética es un cáncer que deja en evidencia que no sólo es la clase política la que requiere cambiar: es un considerable segmento de la población el que tiene que ir tomando conciencia del daño que se le hace al futuro del país y a las generaciones por venir, con tan pésima actitud. Es hora de comprometerse con aquella verdad de a cuño señalada por Gandhi cuando aconsejó: “procura ser el cambio que quieres ver en el mundo”. La responsabilidad no es solo de los gobernantes, sino también de los gobernados. Es imperativo que cada ciudadano asuma su rol en la construcción de una sociedad más justa, ética y transparente.