El desgaste de la representatividad democrática constituye una amenaza creciente para la estabilidad y la salud de las democracias modernas. Cuando las instituciones y los funcionarios electos dejan de representar adecuadamente los valores democráticos fundamentales, así como las aspiraciones e intereses del ciudadano común, esta desconexión entre representantes y representados erosiona la confianza pública en el sistema político, socavando las bases mismas sobre las que se construye la democracia.
Las instituciones democráticas están diseñadas para reflejar los principios de igualdad, libertad y participación ciudadana. Sin embargo, si estas instituciones son percibidas como vehículos de intereses particulares o de élites políticas y económicas, se produce un declive de los valores democráticos. El resultado es una brecha cada vez mayor entre la ciudadanía y las estructuras de poder, lo que puede llevar al desencanto y a la apatía política, minando la legitimidad y el funcionamiento efectivo de la democracia.
Sin duda alguna, la función de los funcionarios electos es servir y representar los intereses de la población. No obstante, cuando estos funcionarios actúan en beneficio propio o de grupos específicos, ignorando las necesidades y demandas de la mayoría, la representatividad democrática se ve seriamente comprometida. Y cuando esto ocurre no queda sino esperar descontento social, incremento de la polarización y el riesgo de conflictos internos.
Además, la erosión de la representatividad democrática alimenta el crecimiento de movimientos populistas y autoritarios, que a menudo prometen restablecer la «voz del pueblo» como crítica a las élites desconectadas del sentir nacional. Aunque estos movimientos pueden canalizar legítimas frustraciones populares, la historia latinoamericana es contundente en cuanto a sus resultados: destrucción de los principios democráticos, concentración del poder y socavamiento de las libertades civiles.
Es imperativo, entonces, fortalecer los mecanismos de participación ciudadana y asegurar que las instituciones y los funcionarios electos sean verdaderamente representativos y responsables ante la ciudadanía. Esto implica promover la transparencia, la rendición de cuentas y la inclusión en el proceso político, así como fomentar una cultura política que valore y proteja el diálogo, el respeto mutuo y la diversidad de opiniones. Solo así se puede restaurar la confianza en las instituciones democráticas y garantizar que la democracia siga siendo un sistema que responde a las necesidades y aspiraciones de todos sus ciudadanos.