La democracia, como forma de gobierno, se funda en la participación ciudadana y en la existencia de instituciones sólidas y confiables que garantizan el cumplimiento de las normas. Sin embargo, cuando estas normas existen solo en el papel y no se respetan ni se aplican, la democracia puede degenerar hasta convertirse en una caricatura de lo que pretende ser.
En primer lugar, la falta de respeto y aplicación de las normas conduce a una pérdida de legitimidad en las instituciones democráticas. Cuando los ciudadanos observan que las leyes no se aplican de manera equitativa o que los líderes políticos actúan con impunidad, la confianza en las instituciones se desvanece. Esta desconfianza se traduce en apatía y desencanto político, erosionando la base misma de la democracia: la participación ciudadana. Sin una participación activa y consciente de la ciudadanía, la democracia se convierte en una fachada, donde las elecciones y las decisiones políticas ya no reflejan la voluntad del pueblo. Además, cuando las instituciones encargadas de velar por el cumplimiento de las normas no cumplen con su papel, se genera un vacío de poder. Este vacío es a menudo llenado por figuras autoritarias o grupos de interés que manipulan el sistema para su beneficio. El resultado es un gobierno que, aunque nominalmente democrático, opera de manera autocrática, ignorando los principios de igualdad, justicia y transparencia que son fundamentales para una democracia saludable.
Otra consecuencia grave es la erosión del Estado de Derecho. En una democracia, todas las personas, incluidos aquellos en posiciones de poder, deben estar sujetas a la ley. Sin embargo, cuando las normas no se aplican, se crea un sistema en el que algunos están por encima de la ley. Esto no solo es injusto, sino que también alimenta un ciclo de corrupción y abuso de poder, debilitando aún más las instituciones democráticas. La falta de aplicación de las normas también tiene un impacto en la sociedad en general. Se desarrolla una cultura de impunidad y desigualdad, donde las personas comienzan a creer que el éxito depende de la manipulación y la influencia, en lugar del mérito y el trabajo duro. Esto puede llevar a una mayor polarización social y a un aumento de las tensiones entre diferentes grupos de la sociedad.
Lo anterior es sólo un breve atisbo de la descomposición moral e institucional que se profundiza aún más cada vez que un candidato se burla de las leyes electorales. Cada vez que un espécimen político del patio, como ha ocurrido desde que fuera proclamada, pisotea la veda electoral, creyéndose por encima de las normas. Este ciclo de impunidad compromete la legitimidad de las instituciones y erosiona el Estado de Derecho con el consiguiente deterioro del tejido social.
Las repetidas violaciones a la veda electoral sólo es el síntoma de una infección más profunda. Para evitar esta degeneración, es fundamental que tanto los ciudadanos, así como las instituciones pertinentes y los “líderes políticos” se comprometan con el respeto y la aplicación de las normas, manteniendo así la esencia y la salud de la democracia.