El acceso a la salud es un derecho humano fundamental. Así lo establece la Constitución de la OMS desde 1948. Sin embargo, el más reciente informe de este organismo junto al Banco Mundial revela un panorama desolador: la cobertura sanitaria universal (CSU) es aún una quimera para casi 2 mil millones de personas en el mundo.
Los datos son elocuentes. Según la OMS, el gasto sanitario empobrece a millones de familias todos los años. Se calcula que al menos 2 mil millones de personas enfrentan «gastos catastróficos» en salud, es decir, deben destinar más del 10 por ciento de sus ingresos a este rubro. Claramente, esto imposibilita acceder a otras necesidades básicas. Peor aún, la situación no ha mejorado en los últimos años. El informe señala que entre 2019 y 2021 no hubo progreso alguno. Incluso, la pandemia de COVID-19 agravó el panorama: 92 por ciento de los países sufrieron interrupciones en los servicios esenciales de salud.
Frente a este diagnóstico, urge un cambio radical. Los Estados deben asumir la CSU como política pública, aumentando sustancialmente el gasto en salud. Según la OMS, la región invierte apenas 3.4 por ciento del PIB en este ítem versus 5.5 por ciento en promedio en Latinoamérica. Se requiere más inversión, pero también gestión: reorientar el sistema hacia la atención primaria, tal como recomienda la OMS, mejoraría la cobertura y eficiencia del gasto. Asimismo, es clave reducir la desigualdad en el acceso a la salud. Los datos muestran que los más ricos, educados y urbanos gozan de mayor cobertura. No podemos naturalizar estas brechas.
La CSU es una meta global que nos compete a todos. Es hora de que los Estados asuman su rol garante de este derecho. De lo contrario, seguiremos fallando a las actuales y futuras generaciones. El reloj avanza, urge actuar.