Cualquier democracia saludable descansa sobre el principio fundamental de que el poder reside en el pueblo. Esta máxima, venerada en teoría, encuentra turbulencia en su práctica en Panamá, donde el sistema representativo parece desviarse peligrosamente de su misión original.
Recientemente, los reflectores se posaron sobre las reformas al Código Electoral, que parece más una trama para perpetuar intereses ajenos al bien común que una mejora democrática. ¿Por qué, en una nación que se precia de ser democrática, se toman decisiones que parecen menospreciar la voluntad del pueblo?
Según el Observatorio de Democracia de América Latina, el descontento con la democracia representativa en la región ha crecido en la última década. En Panamá, el 45% de los ciudadanos cree que la democracia no funciona adecuadamente, un alarmante incremento del 12% con respecto a hace cinco años. Además, el Instituto Panameño de Estudios Sociales revela que un 38% de la población considera que los diputados no representan sus intereses.
Si bien las elecciones ofrecen a los ciudadanos una oportunidad para seleccionar a sus representantes, una vez electos, estos parecen desconectarse de sus electores. Las decisiones, como la reforma al Código Electoral, son percepciones claras de cómo se ignora el clamor popular. Para preservar la salud democrática de la nación, Panamá necesita una revisión profunda de su sistema representativo. Es imperativo que el pueblo exija mayor transparencia, representatividad y mecanismos de rendición de cuentas. La democracia representativa en Panamá está en una encrucijada, que obliga a cuestionar, exigir y, sobre todo, participar activamente en el proceso democrático.
La verdadera esencia de la democracia no radica en el acto de votar, sino en el constante diálogo entre los ciudadanos y quienes juraron representarlos. Es hora de que Panamá redefina lo que significa una democracia realmente representativa y que trabaje para la gente.