Quizás sea demasiada atrevida la pregunta. Al referirme a los panameños decentes no hago referencia a los miles y miles de funcionarios que diariamente realizan con empeño sus funciones y han hecho del servicio público su vocación de vida. Tampoco a los cientos de miles que en su diario bregar trabajan para lograr llevar un salario lícito a sus hogares.
Mi referencia es a la poca confianza y el nivel de recelo general de la población a nuestros representantes del Estado con mando y jurisdicción. Generalmente como aquel viejo lema del Ministerio de Vivienda nos acostumbramos a ver a la misma gente en su propio ambiente salga fulano o salga mengano como mandatario.
La política panameña la han hecho ellos y han podido moldear al electorado de tal forma que su permanencia en los cargos públicos resulta eterna.
En Panamá la política se ha convertido en un negocio para los que se incorporan a la misma. Entre reparto de cargos, prebendas y contratos, el poder se ha convertido en eso y nada más. El poder político ha terminado funcionando para esos propósitos y en ese pragmatismo y desilusión termina el país entero aceptando esas reglas.
Y la decencia tan proclamada como lo que puede salvar esto, no reacciona. Y tiene que ver especialmente con ese desinterés de ingresar en las esferas políticas, pues nadie desea someter a su familia al constante vilipendio característico de los que no les interesa la decencia en la política. Descalificar a los decentes de la vida pública es el objetivo trazado. Entrar a la vida política o ser pariente o cercano a un familiar en política te convierte en un sospechoso en materia bancaria o financiera. Es decir, el escrutinio sobre tu movimiento de dinero, tus actividades económicas e inclusive los requerimientos legales para acceder a la economía formal son más rigurosos.
A esto súmale la desconfianza general promovida hacia todo el que entra a ejercer un cargo público. El constante vilipendio, insultos, descalificaciones, mentiras, opiniones tendenciosas que afectan tu honorabilidad o imagen tanto en los medios de comunicación formal como en las redes sociales. Todo eso te hace objeto de dudas del sector financiero, bancario, comercial y en un instante pasas de buen empresario, buen profesional a figura pública sospechosa, objeto de verificaciones con lupa y sometida a un escrutinio reforzado. Esto se extiende a ti y a todos tus familiares cercanos generando insatisfacciones no manifiestas, pero latentes en tu diario devenir social.
Vives en mundo cada vez más globalizado. Donde puedes ejercer tu profesión en cualquier parte del mundo con solo llevar tu ordenador portátil contigo. Puedes hacer lo que hoy realizas en tu país igual en tus países vecinos. Tienes todas las presiones necesarias para no participar, no integrarte a la vida política del país pues nadie al final te lo agradecerá, ni a nadie que le importe. Pero a tu familia, la más cercana a ti, te repite hasta la saciedad: nos importas, y no te podemos ver así, agobiado, incomprendido, vilipendiado; pretendiendo que le haces una contribución al país que al final a nadie le importa.
Decía Enrique Federico Amiel: “Que el mundo piense de mi lo que quiera. Ese es asunto de ellos. Si me han de juzgar, bien o mal, es su derecho. Mi deber es actuar con rectitud… como si la vida fuera justa, como si la Patria fuera agradecida, como si el porvenir nos debiera la victoria, como si los hombres fueran buenos “
Cuantos sacrificados han pasado en la historia por vivir con esa conducta de vida.