El ser humano está poderosamente enraizado; primeramente, a la familia inmediata, y luego, a una serie de variados elementos que le configuran el carácter, los pensamientos, las distintas formas de reaccionar ante sus circunstancias particulares y aún sus sentimientos, miedos y prejuicios más íntimos. De ahí se deriva el valor de esa relación sostenida con el barrio en el que se habita, con la música que impregna las calles y de los sitios que forman parte de la cotidianidad; de la gente con la que se comparte nación y, por ende, historias, anhelos y esperanzas. Perder esa raigambre, abandonarla por las razones que sean, eso es la migración. El tener que abandonar todo lo cotidiano atesorado en el recuerdo porque las oportunidades para una vida mejor se mudaron muy lejos. Pocas cosas son tan dolorosas como esa tragedia.
Cuarenta seres humanos perdieron ayer la vida en un fatal accidente camino al albergue de Gualaca. Cuarenta personas, muchos de ellos víctimas de tráfico humano, de los asaltos y agresiones denunciados constantemente por otros migrantes en la cruda ruta del Darién, y víctimas también de la indiferencia de todo un continente que se niega a reconocer su responsabilidad y evita afrontar las causas que obligan a centenares de miles a poner en riesgo su integridad física en esta sobrecogedora odisea.
Que los gobernantes de los países del área insistan en cerrar los ojos ante tan descomunal drama, es un insulto a la memoria de quienes han perdido su vida intentando alcanzar la promesa de un mejor futuro en tierras distintas a aquellas en las que nacieron.