A Donald J. Trump le encanta atacar al “Estado profundo”, la cofradía imaginaria de soldados, espías y agentes secretos que intentan destruirlo desde el interior del gobierno. Durante el último año de su presidencia, se propuso acabar con esa criatura mítica. Designó a personas leales en puestos poderosos en la cima de la comunidad de inteligencia estadounidense y el Pentágono y así tratar de encontrar sus archivos ultrasecretos que pondrían en evidencia que el “Estado profundo” había espiado su campaña de 2016 y que luego lo incriminaron por sus tratos con Rusia y Ucrania, hechos por los cuales fue investigado y que derivaron en un juicio político.
Ahora la situación ha cambiado. Hace un par de semanas, el Buró Federal de Investigaciones (FBI) revisó los archivos secretos del expresidente, lo que desató una contenciosa batalla legal y un ataque político por parte de Trump y sus aliados contra el FBI. El juez que firmó la orden de allanamiento le pidió al Departamento de Justicia que proponga qué partes pueden abrirse de la declaración jurada del FBI que justificó el registro y la incautación de los archivos sensibles, siempre y cuando se decidan a hacerla pública. El gobierno ha sido claro en que Trump no tenía derecho a tomar posesión de esos documentos.
El FBI puede presentar un caso sólido contra Trump debido a una ley creada a raíz de los delitos cometidos por Richard Nixon.
El 3 de mayo de 1973, unos días después de que el FBI registró la Casa Blanca para confiscar archivos presidenciales relacionados con el caso Watergate, Nixon se sentó a hablar con Richard Kleindienst, quien acababa de renunciar como fiscal general de Estados Unidos. Los micrófonos del Despacho Oval estaban grabando. “Son mis archivos”, dijo Nixon. “Me pertenecen”. Estando bajo investigación del Departamento de Justicia y del Congreso, Nixon siguió ocultando, alterando y destruyendo registros. Enfrentó al gobierno por la posesión de sus grabaciones durante 20 años, hasta su muerte. Tras Watergate, el Congreso tuvo que plantearse la posibilidad de que los registros presidenciales podrían ser evidencia de delitos. Buscaba refutar el edicto de Nixon: “Cuando el presidente lo hace, no es ilegal”, un principio que Trump tiene en alta estima. El Congreso aprobó una legislación, la Ley de Registros Presidenciales, para preservar la integridad de los documentos de la Casa Blanca de Nixon, que —por tradición, y en realidad, le pertenecían a él— y hasta ahora todos los mandatarios que le siguieron habían obedecido.
La ley determinó que, en última instancia, los archivos presidenciales le pertenecen al pueblo. De manera automática, en cuando el líder del Ejecutivo deja el cargo, pasan a ser propiedad de los Archivos Nacionales. Doce años después, se convierten en registros públicos, disponibles a través del archivo y las bibliotecas presidenciales. Un expresidente es responsable de la cadena de custodia que indica la ley.
El año pasado, los Archivos Nacionales le pidieron al abogado adjunto de la Casa Blanca de Trump, Patrick F. Philbin, que garantizara la entrega de todos los archivos que el expresidente guardaba. Fracasó, por lo que se contactó al Departamento de Justicia, que a su vez llamó al FBI. Pero Trump ha seguido rehusándose a escuchar los pedidos de sus asesores de que devuelva los materiales clasificados al archivo.
“No es de ellos, es mío”, les dijo Trump.
Los documentos de Mar-a-Lago podrían determinar si Trump tiene futuro político. Eso depende, en parte, de que se esclarezcan varios misterios. ¿Qué hay en esos archivos? ¿De dónde vienen? ¿Por qué manos han pasado? ¿Y quiénes aparecen en las grabaciones de vigilancia que se han mencionado de la mansión de Trump, que mostrarán las personas que entraron y salieron de las habitaciones donde estaban resguardados? Siempre y cuando la declaración jurada se haga pública, lo que podría suceder tan pronto como el jueves, es posible que tengamos respuestas a algunas de estas preguntas. Pero Kash Patel, exmiembro del personal del Consejo de Seguridad Nacional a quien el 19 de junio Trump designó como el enlace legal con los Archivos Nacionales, ha sugerido que los documentos se relacionan “no solo con el caso de Rusia, sino con asuntos de seguridad nacional y con el juicio político en relación con Ucrania”.
Patel, quién usa un prendedor en la solapa que dice “K$H” fue uno de los designados por Trump para liderar los esfuerzos por encontrar los secretos del “Estado profundo” que consumieron al presidente durante su último año en el poder. Por momentos, se desempeñó como la mano derecha del director interino de inteligencia nacional y el secretario interino de Defensa. Y en sus desesperadas últimas semanas en el cargo, Trump estuvo cerca de designar a Patel director interino de la Agencia Central de Inteligencia. El presidente se retractó de último minuto ante el enfado de la actual directora, Gina Haspel.
Pero Patel permaneció en la órbita del expresidente mientras la confrontación por los documentos de Mar-a-Lago se intensificaba poco a poco en la primavera. En junio, cuando Patel se convirtió en el representante oficial con los Archivos Nacionales, una portavoz de Trump enfatizó que él estaba trabajando para revelar “documentos que mostraban una clara conspiración para espiar indebidamente al candidato y luego al presidente Donald J. Trump”; en otras palabras, el mismo tipo de documentos que parece haber estado tratando de encontrar en los niveles más altos de la inteligencia estadounidense hace dos años, bajo las órdenes de Trump. (Patel no contestó a un correo electrónico que le pedía comentar sobre el tema).
Es posible que no sepamos qué revelan estos documentos durante un rato, y aunque la declaración jurada del FBI que justifica el cateo no está sellada, es probable que cuando se haga pública esté muy censurada. Pero después de conocer los recuentos de testigos que presenciaron los tumultuosos últimos días de Trump en la Casa Blanca, bien pueden ser una caja de Pandora de secretos extraídos del Despacho Oval y tal vez recopilados para el beneficio político o personal del expresidente.
Lo que sí sabemos es que este caso no es una búsqueda de papel. Y es más que un esfuerzo legal para preservar la historia para las próximas generaciones. Es un asunto de contrainteligencia que involucra leyes de espionaje consignadas a proteger los secretos de la nación y detectar espías. Y Mar-a-Lago, al igual que Trump, por mucho tiempo ha sido un objetivo para espías extranjeros, según expertos en inteligencia.
Estas pesquisas podrían desarrollarse lo largo de toda una generación. Al FBI le tomó casi dos décadas atrapar a uno de sus propios agentes que estaba espiando para Moscú. A veces desaparecen en la nada. Pero puede ser que se esté gestando una tormenta en la costa de Palm Beach. Sea cual sea el resultado, algún día podremos ver lo que Trump ha estado escondiendo en su palacio dorado. Los presidentes tienen pocos secretos que el tiempo no revele.