Resulta significativo que, tras el ascenso al poder de Donald Trump, las ventas de la novela 1984, de George Orwell, ascendieran espectacularmente también. Los pedidos de la obra, que es un inquietante retrato sobre el totalitarismo, se dispararon en un 9 mil 500 por ciento según declaraciones dadas en su momento por una reconocida editorial.
Uno de los elementos más destacados de la novela es la “neo lengua”, el idioma diseñado específicamente para limitar el rango de pensamiento en los tres mega estados que componen el mundo imaginado por el autor. La obra y su mensaje caló tan poderosamente que con el correr de los años se concretó- para delicia de las castas políticas- el que es conocido como el discurso orwelliano o doble discurso: ese siniestro juego donde las palabras pasan a significar lo contrario de su significado habitual. La peligrosa distorsión del lenguaje se convirtió en un recurso permitido a la hora de ganar o retener el poder a toda costa.
El más célebre de los cultivadores de este contorsionismo idiomático fue Joseph Goebbels, para quien el asesinato masivo de judíos se resumía en el frío término “la solución final”. Contorsionismo que también manejó con maestría George W. Bush y que en un discurso pronunciado en el año 2003 lo llevó a decir que “la guerra en Irak es realmente la paz”. Luego, pasando por la Nicaragua de Daniel Ortega, donde las manifestaciones populares son intentos de golpe de Estado y los ciudadanos adversos al régimen califican como seres diabólicos, llegamos hasta Vladimir Putin que, desplegando al máximo las posibilidades de esta manipulación de las palabras advertidas por Orwell, no tiembla al referirse a los actos de guerra perpetrados en contra de Ucrania como “tareas para el mantenimiento de la paz”.
Este discurso orwelliano o doble discurso es uno de los instrumentos más siniestros dentro del arsenal autoritario, porque utiliza el lenguaje para oscurecer el verdadero significado de las palabras con la intención de manipular a los demás: pretende, más allá de cualquier explicación, tender un manto de mentiras para ocultar la realidad con tal de sacar ventajas o provechos inconfesables. Y, en un mundo malogrado por las innumerables afectaciones que deja la pandemia, el primer requisito para llegar a soluciones efectivas es un diagnóstico verídico y confiable de la situación reinante, ajustado estrictamente a los hechos. Sin una radiografía real del escenario se juega a los dados en cualquier búsqueda de respuestas a los problemas enfrentados.
Cuando un alto funcionario invoca a la continuidad futura de cualquier “estilo de gobernar”, resulta evidente que los tentáculos orwellianos tocan peligrosamente el escenario nacional. Si a ello sumamos las peroratas de un alcalde interiorano vociferando a voz en cuello logros de la pasada gestión gubernamental que nadie más logra percibir, el momento de preocuparse ha llegado.
Para resolver, con altas posibilidades de éxito, los problemas que aquejan en este momento a la nación, ni la propaganda, ni el populismo, ni el doble discurso ni la mentira son las herramientas adecuadas. Se requiere de la integridad de carácter que lleve a mirar la realidad sin maquillajes para lograr una imagen real de la magnitud de los problemas que tenemos enfrente. Sólo esta imagen puede guiarnos a encontrar las soluciones más adecuadas. Cualquier otra cosa no pasa de ser ese doble discurso tan magistralmente alimentado por los multicolores autoritarismos que amagan el porvenir.