Selva adentro el zumbido monótono de una máquina anticipa una pérdida estruendosa. En minutos caerá el árbol frente al hombre que sostiene la motosierra. Así, como en un ritual de muerte, avanza la deforestación en la Amazonia colombiana.
Desde que salieron los rebeldes que imponían su ley en el bosque, las sierras eléctricas suenan con frecuencia en Guaviare, un departamento del sur de Colombia donde está uno de los tesoros arqueológicos reconocidos por la Unesco.
«La selva no es (para) tumbarla pero nos toca por obligación, porque si no nos quedamos sin comida», se justifica el hombre que se tapa la cara con una pañoleta para evitar que lo identifiquen.
A su redonda más árboles caídos. Cuando cesen las lluvias a todos les prenderán fuego y en su lugar crecerán pequeños arbustos de coca. Las imágenes aéreas ofrecen un panorama todavía más devastador: extensos claros en una vegetación espesa que se suponía virgen.
Dentro de cada parche, hay cercas, vacas y más narcocultivos.
Los campesinos del lugar van señalando la destrucción. Aquí se les conoce como «tumbas», explican durante un recorrido de varios días con la AFP.
La deforestación avanza paralela a la trocha ganadera, una carretera que construyó la exguerrilla FARC en la reserva del Parque Nacional Natural Serranía de La Macarena, para facilitar el movimiento de tropas y cocaína.
Los guerrilleros que firmaron la paz en 2016 se marcharon y tras ellos llegaron, por esta misma vía polvorienta de 100 km, acaparadores de predios que nadie se atreve a identificar. El Estado nunca asumió el control.
«Aquí la deforestación más brava viene por ahí hace cinco años», dice Luis Calle, un líder comunitario junto a una «tumba» de árboles.
Según el estatal Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM) el año del desarme de las FARC (2017) fue el de mayor deforestación del siglo: 219.000 hectáreas, 76% más que en 2015, antes de firmar el acuerdo de paz negociado en Cuba.
En la Amazonia colombiana la destrucción pasó de 56.062 hectáreas a 132.205 en ese mismo lapso: un aumento del 136%.
«Fundar«
La gran tala, aclara Calle, «no viene del campesino», sino «del gran comerciante» de tierras y ganado llegado de afuera.
«Bien o mal», dicen los pobladores, la guerrilla protegió esta selva. Los rebeldes imponían su ley y controlaban el ingreso de cultivadores y compradores de coca. Pero «después que hicieron la paz se vinieron los ricos a acabar con todo», dice Edilberto Lozada, un campesino de 50 años.
Aprovecharon que los lugareños estaban «mal del bolsillo» y compraron sus tierras a bajo costo, complementa Calle.
También llegaron hasta terrenos baldíos para «fundar»: delimitar a su antojo grandes extensiones a punta de machete. Con la misma madera de los árboles destruidos hacen las cercas que ahora abundan.
Un hombre de 40 años que habla bajo reserva calcula haber deforestado unas 200 hectáreas antes de guardar la motosierra por temor a ser detenido. «Yo fui capaz de tumbarme una hectárea en el día», lanza el antiguo cocalero.
Recuerda haber conformado un «mini ejército» de taladores pagados por un «patrón» que, asegura, nunca conoció.
«Son personas que vienen de otros departamentos y que lógicamente se desconoce su identidad», cuenta Albeiro Pachón, responsable ambiental de la gobernación de Guaviare.
Tener una sierra eléctrica es equiparable a portar un arma en tiempos de guerra. La justicia castiga con hasta 15 años de prisión a quienes sean sorprendidos talando o patrocinen esa actividad. «El tema deforestación está siendo catalogado como una mafia», agrega Pachón.
Desde 2019 las autoridades han detenido a 96 personas en la Operación Artemisa contra la deforestación. La destrucción ha costado más de 925.000 hectáreas de bosque desde 2016, una extensión similar al tamaño de Chipre.
La Amazonia es la región más deforestada de Colombia. El 63,7% de la destrucción de bosques se concentra en esta parte del sensible ecosistema sudamericano que comparten nueve países.
«Hijos de la coca»
Es fin de semana y los campesinos de un caserío se reúnen en torno al baile, mesas de billar y peleas de gallos, una actividad que en épocas de bonanza cocalera movía millonarias apuestas.
Un corrido mexicano retumba en la noche. «A mí me llaman el hijo de la coca», tararean jóvenes y viejos. Los narcocultivos, comentan, sigue siendo lo único rentable para ellos en estas tierras.
Circulan las historias de quienes han vuelto a recolectar o «raspar coca», esta vez para los guerrilleros disidentes que se marginaron del pacto de paz.
«Gentil Duarte», el principal disidente, comanda a unos 2.700 hombres que operan en esta zona, según investigaciones independientes.
El hombre del rostro cubierto termina su jornada esperanzado con recoger pronto las ganancias de recolectar la hoja. «Estamos tumbando la selva (…) para sembrar coca porque eso es lo único que nos da un sustento, por la falta de garantías del gobierno», dice.
Algunos que ya volvieron a hacerlo reciben el equivalente a 1.700 dólares cada 30 o 40 días, en un país con un salario mínimo de 248 dólares.
En Guaviare hay 3.227 hectáreas de narcocultivos, según la ONU (más de 124.000 en todo el país). Y Colombia sigue siendo el mayor productor mundial del polvo blanco.
Ganadería extensiva
En los mismos territorios por donde alguna vez caminaron guerrilleros ahora pastan miles de vacas. Según el IDEAM, el acaparamiento de tierras con fines especulativos es la actividad que más pone en riesgo a los bosques, seguido de la ganadería extensiva.
Para «alguien que quiera la tierra, tenga los documentos o no, (….) llegar con ganado es la manera más fácil» de apropiarse, explica Cláudio Maretti, de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza.
La sabana se extiende a ambos lados de la trocha ganadera. Son contadas las casas y los establos. Tumbar, sembrar pasto e introducir vacas para engorde son actividades costosas que solo pueden pagar los hacendados.
En el denominado «arco de deforestación amazónico» el hato ganadero pasó de 1,08 millones de cabezas de ganado en 2016 a 1,74 para 2019 (60% más), según averiguaciones de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible.
Después del acuerdo de paz, algunos campesinos cocaleros ensayaron con otras siembras, pero obtuvieron pérdidas. El suelo amazónico «no es el lugar más propicio a la agricultura», explica Maretti.
Haciendo oídos sordos, los terratenientes ya tienen grandes sembradíos de maíz, plátano y arroz, para los que seguramente se utilizaron fertilizantes «de manera muy fuerte», añade el experto.
Tierra de nadie
Desde inicio del siglo XX, familias llegadas desde diferentes regiones del país se han abierto hueco en esta selva.
Antes de la coca, el auge del caucho a principios de 1900 atrajo a los primeros colonos. Luego llegaron los desplazados por la violencia.
Aquí nadie sabe bien quién es propietario de la tierra. Al ser una reserva forestal, estos terrenos no son adjudicables ni tienen titulación, explica el responsable ambiental de la gobernación.
Con la salida del grueso de la guerrilla, el Estado reclamó los predios e implementó unos contratos de arrendamiento de hasta diez años para evitar los saqueos.
En cartillas oficiales repartidas en las viviendas están las condiciones del convenio: cuidar los bosques, realizar «actividades productivas» y sustituir los cultivos ilícitos. También la advertencia: si incumplen «se podría dar por terminado el contrato».
La reforma agraria que pretendió el acuerdo de 2016 aún está en deuda y los firmantes de la paz reclaman que es el punto menos avanzado en cinco años de implementación.
Se vaticina un campesinado «enojado» en Guaviare: «Paz con hambre no hay», suelta Lozada.