La RAE define la indiferencia como el “estado de ánimo en que no se siente inclinación ni repugnancia hacia una persona, objeto o negocio determinado”. Llevado a la sociedad política, este inquietante estado de ánimo equivaldría a la muerte del núcleo de la democracia: la participación del mayor número de ciudadanos en la toma de decisiones y en los quehaceres que impone la vida en comunidad. Semejante actitud llevaría irremediablemente a la aniquilación del “interés común” abriendo de par en par las puertas para el asalto y la instauración de las “ganancias” de una minúscula casta.
Ya en su momento lo advirtió Maquiavelo al señalar que “si no hay ciudadanos comprometidos, capaces de vigilar y resistir a los arrogantes y los viciosos, y de implicarse en la búsqueda del bien común, la república muere y se convierte en un lugar donde unos pocos dominan y los demás sirven”.
Los hechos son contundentes a nuestro alrededor: ni propuestas medianamente estructuradas para salir de la crisis económica en que el SARS-CoV-2 tiene sumido al país, ni visiones o metas para enrumbar al país hacia el desarrollo y la materialización de todo el potencial que le asignan allende las fronteras, ni siquiera una pizca de liderazgo inteligente que propicie un debate con un mínimo de tolerancia que ayude a superar el resquebrajamiento social en que vive enfrascada la nación desde hace largo rato. Nada de eso. Nuestras tribus políticas permanecen de espaldas a la época y enfrascadas en alcanzar e imponer sus muy particulares intereses, los que se reducen a los apetitos personales de las cofradías que, cual titiriteros, manejan los hilos de los partidos marcando el paso al ritmo de sus estrechas ambiciones.
El escritor rumano y ganador del Premio Nobel de la Paz en 1986, Elie Wiesel, definió muy bien la situación cuando señaló que le tocó vivir en una sociedad compuesta por tres categorías de individuos: los asesinos, las víctimas y los indiferentes. La indiferencia no es una respuesta, agregó, la indiferencia es siempre amiga del enemigo.
Permanecer, como hasta el momento, indiferentes al accionar de quienes gobiernan sólo conseguirá la agudización de la monumental crisis que hinca sus garras sobre esta nación. Dar la espalda a la participación y persistir en el silencio únicamente abona el terreno para el crecimiento desmesurado de los enemigos de la vida en común: la corrupción, la desigualdad, la pobreza galopante y el sinfín de espectros que conforman esa horda destructiva que amenaza el futuro de todos. Es hora de levantar la voz.