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Etiqueta: indiferencia

El escandaloso saqueo institucional

Vivimos momentos en los que la institucionalidad, ese pilar sagrado de nuestras democracias, parece más bien una pieza maleable, lista para ser torcida y manipulada al antojo de aquellos que ostentan el poder. Un poder que, al parecer, ya no entiende de límites ni escrúpulos. Y uno se pregunta: ¿Qué nos queda cuando las leyes se escriben, no para la gente, sino para saciar los intereses de una élite política insaciable?

Echando una ojeada a la realidad circundante, no es difícil ver que la percepción de corrupción ha ido en aumento en varias democracias consolidadas. Los noticieros nos sacuden permanentemente con historias de líderes que, en vez de velar por el bienestar de sus ciudadanos, parecen más interesados en engrosar sus propios bolsillos y blindar sus posiciones. «Cada cual tira agua para su molino», dirían nuestras abuelas. Y aunque no es raro oír estos lamentos en la esquina del bar o en la fila del supermercado, verlo plasmado en datos es un bofetón que propina la realidad.

Ahí está el caso de aquella nación – citada en un estudio del Banco Mundial – donde el 70 por ciento de los contratos públicos fueron adjudicados a empresas vinculadas a altos funcionarios políticos. O aquel otro país donde, según la ONG Human Rights Watch, se modificaron leyes para restringir la libertad de expresión y ahogar las voces críticas. Y no, no estamos hablando de naciones en desarrollo o con democracias jóvenes. Hablamos de lugares que, hasta hace poco, eran considerados ejemplos de institucionalidad robusta.

Resulta inevitable preguntarse: ¿Qué pasa cuando las leyes se vuelven herramientas para proteger a unos pocos? Pues que se genera un desencanto, una desconfianza profunda en la política y en el Estado. Y ahí es donde se encuentra la verdadera amenaza para la democracia.

Ante los riesgos que acompañan a tan monumental descalabro, no se puede permanecer indiferentes. Resulta obligatorio despertar y ser críticos, exigir transparencia y rendición de cuentas: asumir los deberes que impone la ciudadanía responsable. Las democracias no se fortalecen con apatía, sino con participación. Porque, al final del día, lo que está en juego es el futuro de nuestras naciones, de nuestra gente y de nuestra democracia. Y eso, simplemente, no tiene precio.

¡Ojo con la luz!

La Autoridad de los Servicios Públicos (ASEP) anunció en enero de 2023 que no habría aumento de la tarifa eléctrica para los clientes regulados, que representan el 90 por ciento del mercado. Sin embargo, los usuarios han notado un aumento en sus recibos, lo que ha generado preocupación y malestar.

Según un estudio de la Universidad de Panamá, el aumento de las tarifas eléctricas es responsable de un incremento del 10 por ciento en el costo de vida de las familias panameñas. Esto ha afectado especialmente a los hogares de bajos recursos, que destinan una mayor proporción de sus ingresos al pago de servicios básicos, como la electricidad, lo cual deriva en un impacto negativo en el desarrollo del país. Las empresas tienen que aumentar sus costos de producción, y eso se traduce en un aumento de los precios de los productos y servicios; a su vez, la reacción en cadena termina por afectar la competitividad de las empresas panameñas y, en última instancia, el crecimiento económico del país.

El aumento de las tarifas eléctricas es un problema serio que debe ser abordado con la misma seriedad por las autoridades. Las quejas sobre lo abusivo de las tarifas no son de fecha reciente: son ya de vieja data. Exacerbadas aún más por la indolencia de la institución que, en teoría, debería velar por el interés de los usuarios, pero que en los hechos alimenta la percepción de estar al servicio de las empresas distribuidoras.

Los problemas pendientes de solución no hacen sino multiplicarse, al igual que el hastío ciudadano. La incapacidad de dar respuestas efectivas a los graves problemas que afronta el panameño de a pie solo contribuye a fortalecer la nociva polarización que mantiene al país entre la espada y la pared.

La columna de la debacle

La RAE define la indiferencia como el “estado de ánimo en que no se siente inclinación ni repugnancia hacia una persona, objeto o negocio determinado”. Llevado a la sociedad política, este inquietante estado de ánimo equivaldría a la muerte del núcleo de la democracia: la participación del mayor número de ciudadanos en la toma de decisiones y en los quehaceres que impone la vida en comunidad. Semejante actitud llevaría irremediablemente a la aniquilación del “interés común” abriendo de par en par las puertas para el asalto y la instauración de las “ganancias” de una minúscula casta.

Ya en su momento lo advirtió Maquiavelo al señalar que “si no hay ciudadanos comprometidos, capaces de vigilar y resistir a los arrogantes y los viciosos, y de implicarse en la búsqueda del bien común, la república muere y se convierte en un lugar donde unos pocos dominan y los demás sirven”.

Los hechos son contundentes a nuestro alrededor: ni propuestas medianamente estructuradas para salir de la crisis económica en que el SARS-CoV-2 tiene sumido al país, ni visiones o metas para enrumbar al país hacia el desarrollo y la materialización de todo el potencial que le asignan allende las fronteras, ni siquiera una pizca de liderazgo inteligente que propicie un debate con un mínimo de tolerancia que ayude a superar el resquebrajamiento social en que vive enfrascada la nación desde hace largo rato. Nada de eso. Nuestras tribus políticas permanecen de espaldas a la época y enfrascadas en alcanzar e imponer sus muy particulares intereses, los que se reducen a los apetitos personales de las cofradías que, cual titiriteros, manejan los hilos de los partidos marcando el paso al ritmo de sus estrechas ambiciones.

El escritor rumano y ganador del Premio Nobel de la Paz en 1986, Elie Wiesel, definió muy bien la situación cuando señaló que le tocó vivir en una sociedad compuesta por tres categorías de individuos: los asesinos, las víctimas y los indiferentes. La indiferencia no es una respuesta, agregó, la indiferencia es siempre amiga del enemigo.

Permanecer, como hasta el momento, indiferentes al accionar de quienes gobiernan sólo conseguirá la agudización de la monumental crisis que hinca sus garras sobre esta nación. Dar la espalda a la participación y persistir en el silencio únicamente abona el terreno para el crecimiento desmesurado de los enemigos de la vida en común: la corrupción, la desigualdad, la pobreza galopante y el sinfín de espectros que conforman esa horda destructiva que amenaza el futuro de todos. Es hora de levantar la voz.

Los fantasmas daneses

Cuando el guardia Marcelo le dice a Hamlet y a Horacio que “algo huele a podrido en Dinamarca”, seguramente se refería al clima de corrupción galopante en las altas esferas del reino donde las traiciones, los asesinatos y el incesto figuraban preponderantemente en el menú ofrecido por Shakespeare en una de sus más célebres obras. El rey Hamlet, padre del príncipe con igual nombre, acaba de ser asesinado por su propio hermano quien usurpa el poder y la corona casándose con la viuda. Aquél sencillo vigía sólo pretendía señalar la descomposición impulsada por la política sucia que emana desde la cumbre del poder: la corrupción desde arriba; jamás imaginó Marcelo que su frase se inmortalizaría para apuntar a todas aquellas cosas que marchan mal en un país por causa de la corrupción.

Hoy Dinamarca ya no huele tan mal: en el índice del 2020 marcó 88 puntos sobre una escala de 100, donde éste último número representa ausencia absoluta de corrupción; es decir, la nación nórdica ostenta hoy la mayor transparencia y el más bajo nivel de corrupción en todo el mundo. Aquél humilde centinela danés, por lo tanto, ya no encajaría muy bien por allá, pero lo haría perfectamente en nuestros escenarios tropicales en estos tiempos, específicamente en nuestra nación donde “algo huele a podrido” desde hace ya mucho rato y donde resulta alarmante la indiferencia ciudadana ante semejante descomposición.

Hace poco más de 48 horas, la Fiscalía Especializada en Delitos Relacionados con Drogas, en una operación conjunta con la Policía Nacional y el Servicio Aeronaval Nacional, aprehendieron a 56 personas presuntamente vinculadas a una organización dedicada al tráfico de estupefacientes. Entre los capturados figuran nueve funcionarios nacionales: cuatro miembros de la Policía Nacional, uno del Servicio Aeronaval, dos de la Autoridad del Canal, uno del Ministerio de Educación y otro perteneciente a una Junta Comunal. Durante los últimos años han resultado ser muy frecuentes este tipo de casos, lo que impulsa al ciudadano a percibir que la delincuencia ejecuta una fuerte infiltración en diversos niveles del aparato estatal.

Cada día el país resulta sorprendido por un nuevo hecho de violencia donde se ven envueltos funcionarios en situaciones irregulares que incitan a la desconfianza pública y que alertan sobre un asalto del crimen organizado para tomarse las esferas claves del poder gubernamental. ¡Algo sigue oliendo a podrido, pero no precisamente en Dinamarca!