El escandaloso saqueo institucional
Vivimos momentos en los que la institucionalidad, ese pilar sagrado de nuestras democracias, parece más bien una pieza maleable, lista para ser torcida y manipulada al antojo de aquellos que ostentan el poder. Un poder que, al parecer, ya no entiende de límites ni escrúpulos. Y uno se pregunta: ¿Qué nos queda cuando las leyes se escriben, no para la gente, sino para saciar los intereses de una élite política insaciable?
Echando una ojeada a la realidad circundante, no es difícil ver que la percepción de corrupción ha ido en aumento en varias democracias consolidadas. Los noticieros nos sacuden permanentemente con historias de líderes que, en vez de velar por el bienestar de sus ciudadanos, parecen más interesados en engrosar sus propios bolsillos y blindar sus posiciones. «Cada cual tira agua para su molino», dirían nuestras abuelas. Y aunque no es raro oír estos lamentos en la esquina del bar o en la fila del supermercado, verlo plasmado en datos es un bofetón que propina la realidad.
Ahí está el caso de aquella nación – citada en un estudio del Banco Mundial – donde el 70 por ciento de los contratos públicos fueron adjudicados a empresas vinculadas a altos funcionarios políticos. O aquel otro país donde, según la ONG Human Rights Watch, se modificaron leyes para restringir la libertad de expresión y ahogar las voces críticas. Y no, no estamos hablando de naciones en desarrollo o con democracias jóvenes. Hablamos de lugares que, hasta hace poco, eran considerados ejemplos de institucionalidad robusta.
Resulta inevitable preguntarse: ¿Qué pasa cuando las leyes se vuelven herramientas para proteger a unos pocos? Pues que se genera un desencanto, una desconfianza profunda en la política y en el Estado. Y ahí es donde se encuentra la verdadera amenaza para la democracia.
Ante los riesgos que acompañan a tan monumental descalabro, no se puede permanecer indiferentes. Resulta obligatorio despertar y ser críticos, exigir transparencia y rendición de cuentas: asumir los deberes que impone la ciudadanía responsable. Las democracias no se fortalecen con apatía, sino con participación. Porque, al final del día, lo que está en juego es el futuro de nuestras naciones, de nuestra gente y de nuestra democracia. Y eso, simplemente, no tiene precio.