Que sea legal no lo hace ni ético ni correcto: algunas veces la legalidad ni siquiera confiere un poco de lógica. La historia es un hervidero de leyes absurdas que florecieron a través de todas las épocas y algunas, incluso, se han mantenido vigentes hasta el presente. Hasta hace por lo menos cinco años, permanecía en funciones, en Francia, una que prohibía llamar Napoleón a cualquier cerdo; sin importar que el célebre corso al que se pretende proteger murió hace doscientos años.
En la ciudad inglesa de York, está dentro de la legalidad matar a un escocés dentro de las murallas antiguas siempre y cuando el individuo sorprendido lleve arco y flechas. Mientras que otra ley tipifica como traición colocar al revés un sello de correos en cuya imagen aparezca algún personaje de la realeza británica.
Por otra parte, en Vermont, Estados Unidos, las mujeres que deseaban utilizar dentaduras postizas debían contar con una autorización escrita firmada por sus maridos. Por otras latitudes, aplicados a ese afán de no molestar al prójimo, en Suiza está prohibido halar la cadena del sanitario después de las diez de la noche: el sueño ajeno es sagrado, por tanto, todo lo demás se supedita a ese artículo de fe. Y en Milán, una ley promulgada en el siglo XIX y que continua vigente, aunque no se aplica, obliga a todos los habitantes de la ciudad a sonreír a todas horas y en todos los lugares, excepto en los hospitales y los sepelios.
Por acá, siempre a tono con el resto del mundo- aunque sea a destiempo- las autoridades correspondientes emiten la Resolución número 71 de 4 de agosto de 2021, con la cual declaran como información de acceso restringido, durante los próximos diez años, toda aquella que corresponde a las actas, notas, archivos y otros registros de las discusiones o actividades del Consejo de Gabinete. En un momento histórico en que la estabilidad política y social de las naciones se corresponde con el grado de rendición de cuentas y transparencia que prime en la gestión del Estado, pretender instaurar el secreto como política gubernamental resulta inoportuno y poco menos que absurdo, además de peligroso. El espíritu de la democracia establece que el dueño del poder supremo es el ciudadano, que elige quien le represente y delega ese poder, igual que lo hace el dueño de una empresa al designar a un administrador, quien en todo momento tiene que rendir cuentas de su gestión. Ahora, a contravía de la modernidad y en el mayor de los absurdos, quienes administran el Estado y sus recursos pretenden hacerlo de espaldas y sin rendir cuentas a los únicos propietarios: los ciudadanos.
Definitivamente: la legalidad no es sinónimo ni de corrección ni de ética; ni siquiera de sensatez.