Una ley es una norma jurídica cuyo objetivo es instaurar ciertos límites para el libre albedrío de las personas que forman parte de una sociedad. Es el principal elemento de control que ejerce un estado para ordenar la conducta de sus ciudadanos y evitar que terminen perjudicándose unos a otros.
Dictada o formulada siempre por una autoridad pública competente, por lo general son los legisladores de los congresos o asambleas nacionales quienes tienen esta responsabilidad luego de un cuidadoso y consistente debate sobre el alcance y las consecuencias de la misma.
Y entre las muchas características que deben encarnar, destaca una que rubrica definitivamente su validez: la ley tiene que ser abstracta e impersonal, es decir, no se concibe para aplicarla a una persona o a un caso en particular; la impulsa la generalidad de las circunstancias que pueda abarcar.
La Ley- así, en mayúsculas- determina la grandeza de una nación: entre mejores sean sus leyes, más grande su desarrollo moral, ético, económico, físico e intelectual. Son las leyes justas las que propician el desarrollo igualitario de quienes se encuentran regidos por ellas.
Pero, conceptos tan básicos no parecen ser del uso o conocimiento de algunos elementos de nuestra Asamblea, que se obstinan en darle la espalda al “bien común” y cuyas propuestas ocultan intereses inconfesables que atentan contra la delicada y frágil salud de nuestro sistema legal. Amputar una ley en beneficio de una persona o grupo en particular, es la primera y única infamia requerida para gangrenar el tejido social. Tal vez una barbarie semejante impulsó al inmortal Simón Bolívar a exclamar: “los legisladores necesitan ciertamente una escuela de moral”.