Las lecciones que podemos extraer de la pandemia son muchas; tantas como los problemas que ya afrontábamos antes de que irrumpiera y los multiplicara.
Según el informe “Financiación para el Desarrollo Sostenible 2021”, la economía mundial atraviesa la peor recesión de los últimos 90 años. La misma ha provocado que se pierdan 114 millones de puestos de trabajo y ha empujado a cerca de 120 millones de personas a la pobreza extrema.
La crisis sanitaria ha provocado, hasta el momento, el cierre de 2.6 millones de microempresas en la región latinoamericana; es decir, el 19 por ciento del total de las pequeñas empresas que, en su gran mayoría, se dedicaban al comercio, a los servicios personales, a los servicios hoteleros y de restaurantes.
La pandemia, en fin, ha asestado una caída del 8.1 por ciento al Producto Interno Bruto (PIB). Los cierres de actividades económicas, la pérdida descomunal de empleo, la baja registrada en el comercio y la inversión no han hecho sino intensificar la pobreza y, con ella, la desigualdad. Y no sólo la que queda registrada en los índices con los que se pinta el retrato de la economía: el inesperado SARS-CoV-2 finalmente ha sacado a flote, en toda su crudeza, la desigualdad instaurada en la psique de no poca gente. Los enfrentamientos registrados en Cali, Colombia, dan fe de ello: manifestantes indígenas que acudían a expresar su descontento en la ciudad resultan enfrentados por grupos civiles procedentes de barrios para nada marginales. Mientras, no muy lejos, una doctora en medicina era despedida de la clínica donde laboraba por haber invocado en redes sociales a las autodefensas para que matara a “unos miles de indígenas” para propinarles algún tipo de lección retorcida por la intolerancia.
Pero, mientras por allá llueve, por acá no escampa. Se mantienen frescos en la memoria ciudadana los episodios donde una muy conocida figura empresarial aconsejó buscar agua al río. El otro donde se advertía sobre la dudosa utilidad de tener una población saludable si el país se va a la bancarrota. Y la preocupación de uno más acerca de tener cuidado extremo en que el objetivo de elevar los estándares de la educación pública no signifique la destrucción de la enseñanza privada.
Estos pequeños deslices dejan al descubierto rezagos de esa mentalidad colonialista que sobrevive 500 años después del arribo del almirante genovés y que el optimismo inocente de muchos esperaba, algún día, dejar atrás al igual que a la pandemia. El mundo, luego de esta imponente crisis, aspira retornar a los niveles de prosperidad presentes antes de la tragedia sanitaria. Y no sólo eso: requiere superarlos y llevar a la mesa del banquete a todos cuantos permanecían excluidos. Para lograrlo es preciso una nueva mentalidad de inclusión y tolerancia y, sobre todo, tener muy en claro que la desigualdad es una peligrosa piedra en el camino nacional.