El rey Luis XV gobernaba a sus anchas en Francia. El absolutismo era el sistema político imperante y el monarca ejercía su voluntad en todo y en todos, incluso en la justicia, hecha a su imagen y semejanza: nada existía bajo el sol de Francia libre de su real voluntad. Corría el año 1748 cuando Montesquieu publica su obra “El espíritu de las leyes”, la obra donde se formula definitivamente la división de los poderes del Estado en tres ramas: la ejecutiva, la judicial y la legislativa. A su juicio, los tres poderes del estado debían estar separados para asegurar el equilibrio y la independencia de cada uno y evitar que cualquier gobernante acumulase demasiado poder en sus manos.
Esta separación de poderes garantizaría, según el pensador francés, la libertad ciudadana y evitaría la instauración de un gobernante tiránico y despótico. Según sus propias palabras, “Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales de los nobles o del pueblo ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares”.
Estos postulados- a pesar de subidas y bajadas sufridas- alumbraron la historia política de la humanidad hasta llegar a nuestros días, donde persiste la idea que la separación de poderes es la columna vertebral del estado de derecho.
En nuestro escenario criollo latinoamericano paulatinamente se ha venido desdibujando la frontera entre estos poderes. Acuciados por complicidades inconfesables, gobernantes, magistrados y legisladores han pervertido el sistema entregándose algunos de los poderes al servicio de los intereses y exigencias de aquél que apriete con más fuerza las tuercas. Magistrados que no sirven a la ley, legisladores creando leyes a la medida de sus ambiciones y gobernantes ejerciendo el poder a favor de quienes le acompañan a su paso por palacio.
Por ello no resultan inesperados los personajes que, tomándole el pulso al descontento popular y navegando sobre las aguas del más crudo populismo, pretenden imponer “soluciones” que atentan contra los postulados fundamentales del estado de derecho y los valores de la democracia.
Las magistraturas y demás órganos estatales corruptos y torcidos son despreciables, pero combatirlos con métodos ajenos al derecho y a los postulados de la democracia resulta extremadamente peligroso, porque al final la nación queda en manos de los criterios y el poder de un “mesías” todopoderoso. ¡Y precisamente, de estos especímenes pretendía advertirnos Montesquieu en las páginas de «El espíritu de las leyes»!