Un estado fallido es aquél que no puede desempeñar sus funciones habituales con normalidad; esto es, no puede brindar seguridad a sus ciudadanos, ni acceso a las necesidades básicas, no brinda un servicio de educación aceptable, ni servicios sanitarios y, menos aún, una infraestructura elemental que asegure un mínimo proceso de desarrollo. Cuenta, además, con sistemas judiciales y burocracias inoperantes o extremadamente dependientes de los grupos de poder y padece la violencia derivada del tráfico de drogas y la actividad de las bandas organizadas, éstas últimas muchas veces en complicidad con las autoridades encargadas de hacer cumplir la ley.
Una investigación solicitada en 1975 por la CIA a un grupo de académicos concluyó que un elemento importante que alimenta la debilidad de un estado es la existencia de élites políticas que sólo representan a una etnia o sector de la población.
Otra de las características que terminan de definir al estado fallido es la total ausencia de partidos con ideologías claramente formuladas, los llamados programáticos: partidos con plataformas de pensamiento y acción definidas que cubren los aspectos políticos, económicos y sociales. En aquellos- los estados fallidos- los grupos políticos están poderosamente estructurados en torno a líderes carismáticos o populistas y se manejan de acuerdo a los criterios o la voluntad del mismo: ahí donde está el interés del “jefe de la manada”, ahí está el interés del partido.
Por sí solo, un Estado fallido no supone una amenaza para la comunidad internacional; sin embargo, el vacío de poder dentro de su territorio propicia situaciones que sí resultan preocupantes como el tráfico de armas y drogas ya señalados, el terrorismo, el crimen y la violencia de las bandas organizadas. En Centroamérica abundan muchas de estas condiciones que, aunque técnicamente los estados donde se manifiestan no puedan ser tipificados como fallidos, resultan dignos de tomarse en cuenta porque son el impulso inicial que lleva a esas condiciones finales.
La corrupción es una de esas condiciones. Cuando la inoperancia del sistema judicial permite que la misma alcance dimensiones descomunales hasta permear toda la realidad nacional, cuando sin importar nivel educativo o social la misma es aceptada como parte de la vida cotidiana de todos, es momento de tomar acciones urgentes y efectivas. Una nación donde la corrupción sea percibida tan “normal” como el acto de respirar y se le acepte y tolere sin el más mínimo asomo de indignación, está ya en la carrera para convertirse en un estado fallido. Por ahí comienza la debacle.