Desde muy temprano en su historia, a medida que abandonaba el nomadismo y se establecía a vivir en compañía de otros, el ser humano advirtió la importancia de las normas para regular esa naciente convivencia.
Prueba innegable de ese afán de ordenamiento de la vida en común la ofrecen los que sean, tal vez, los dos códigos legales más antiguos de los que se tenga noticia: el de Ur-Nammu y el de Hammurabi. El primero, que data de entre el 2100 y el 2050 a.C y atribuido al general del mismo nombre, pretendía regir una multiplicidad de ciudades sumerias bajo su reinado con el objetivo de lograr una vida en sociedad ordenada y el buen funcionamiento de la economía. El segundo, establecido en 1760 a.C para regir el reino de Babilonia, es conocido por instaurar la célebre “Ley del Talión” que con su formulación del “ojo por ojo” buscaba ocasionar al ofensor un daño equivalente al que había infligido.
A medida que tomó fuerza y se desarrolló la vida en comunidad, el concepto de ley se ubicó en un lugar preponderante dentro de la misma.
Hoy, al igual que en los albores de esa vida en sociedad, seguimos necesitando de un conjunto de reglas y normas para que la convivencia sea posible. Y para que el sistema legal cumpla con el papel que le corresponde, resulta imprescindible que la ley se aplique: sin distinciones ni privilegios de ningún tipo. Porque una norma discrecional que- ante la misma infracción- castigue a unos y no a otros, es una burla y un atentado contra la civilización.
Por ello, no es la mayor cantidad de leyes las que garantizan la excelencia del sistema legal, sino su efectiva y oportuna aplicación: una sola ley que se ejecute resulta más valiosa que un voluminoso tomo de normas que únicamente existan en el papel. Esto deberían tenerlo muy presente nuestros órganos legislativos, muy dados a la creación de leyes cada dos por cuatro sin reparar y velar porque las mismas sean aplicadas y resuelvan el problema social al que han pretendido dar respuesta.