“En nombre de Dios y de este pueblo sufrido… les pido, les ruego, les ordeno en nombre de Dios, cese la represión”, con estas palabras Oscar Arnulfo Romero sellaba su final. Un domingo 23 de marzo de 1980, Romero desafiaba el sangriento régimen cívico militar que los ahogaba. Esa fue su última homilía. Al día siguiente fue asesinado. Era la época que casi toda América Latina vivía sometida por dictaduras. El Salvador no era la excepción, y la diferencia la hizo Romero.
Las dictaduras se distinguen por secuestrar, torturar y asesinar por razones políticas. Romero decía que lo de él no era político, “el Gobierno no debe tomar al sacerdote que se pronuncia por la justicia social como un político o elemento subversivo, cuando éste está cumpliendo su misión en la política de bien común”. Monseñor se afanaba por los huérfanos de la justicia: los pobres, y terminó siendo su mártir.
El asesinato de monseñor Romero desencadenó el infierno, la crisis se radicalizó y los abusos llegaron al límite de lo imposible, la guerra civil era cuestión de tiempo para que estallara. ¿Dónde quedó Romero? Tener a los pobres como su opción primera lo lleva a ser etiquetado como el “cura guerrillero”. Una infamia. Monseñor se hacía cada vez más radical con su verbo, señalaba con vehemencia a la oligarquía, al Partido Demócrata Cristiano, a las fuerzas armadas y a la represión con que se castigaba al pueblo. Cómo no hacerlo si de eso trataba su evangelio. Romero era el símbolo de la protesta salvadoreña y los que se sintieron cuestionados por él, ordenaron el 24 de marzo su asesinato.
Nosotros tuvimos en Héctor Gallego, también a nuestro “cura guerrillero”. A él lo desaparecieron. No hay una tumba donde ir a pedirle un milagro. El dictador argentino Jorge Rafael Videla, en una de esas respuestas típicas de estos seres, a una pregunta respondió: “Le diré que frente al desaparecido en tanto éste como tal, es una incógnita, mientras sea desaparecido no puede tener tratamiento especial, porque no tiene entidad. No está muerto ni vivo… está desaparecido”, cuánta indolencia. De ahí empezamos a oír recurrentemente esa expresión: no está muerto ni vivo… está desaparecido. Para los incógnitos desaparecidos no hay tratamiento especial, simplemente son etéreos.
En El Salvador el asesinato de Romero no dio margen a dudas, los escuadrones de la muerte de la ultraderecha no tenían límites, pero sí objetivos: la violación de los derechos humanos sin ningún reparo ni cargo de conciencia. No hubo necesidad de desaparecer las huellas de ese crimen, la única salida era matarlo y punto. Lo que sucedió después, había sido profetizado por él: “Si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño”, y así fue.
El Salvador hoy vive una realidad no muy distinta a la de esa época. Vive en guerra contra los mismos males que lo llevaron al fratricidio de hace 40 años: pobreza, violencia y falta de oportunidades. Hoy es Nayib Bukele quien los pastorea, y a esos demonios prometió combatir. Un joven y sagaz político que no tiene nada que perder y que todo le está saliendo bien. Quizá sea su talismán la manera desenfadada de hacer ver que nada le turba y que nada le espanta. Bukele con su pose del chico más popular, móvil en mano lo controla todo. No confía en nadie, solo en sus hermanos que son los únicos con acceso al último anillo de seguridad, allí donde toma las decisiones. Y esa aparente calma, esa fuerza que proyecta, de poder dar la misa y tocar las campanas podría pasarle factura. Lo que otros consiguieron con las armas, él lo está logrando con los votos, pero cuidado, esa popularidad de buitre le viene de la venganza.
El salvadoreño ha visto en Bukele la forma de castigar al sistema, después de finalizada la guerra civil nunca nadie había tenido tanto poder como él. Su gobierno no tiene contrapesos. No hay oposición que le haga sombra, y si la hubiera no le haría mella, aquí lo peligroso. Bukele cual funámbulo camina entre los militares y Dios.
Esta ecuación no es buena, llegará el momento que le pedirán un acto de fe. Ya se vio en la toma del Parlamento hace un año, Bukele llegó respaldado por las armas y en un momento providencial, señalando al cielo dijo: Dios me habló…, paciencia, paciencia. Ese crédito que pedía para luchar contra la criminalidad y que iba a fortalecer el poder militar tuvo que esperar. Los militares, por esta vez, quedaban en manos de Dios.
Y Dios le hizo el milagro: ahora también controla el Parlamento. A Bukele lo apoyan las encuestas, la policía y los militares. Con su discurso autoritario este mago del marketing ha dado en la tecla, a Dios lo que es de Dios y a Nayib lo que resta. Cuando José Napoleón Duarte se presentó ante monseñor Romero en 1979, le dijo: Usted y yo seremos los salvadores de este país. Cuánto me recuerda Bukele a este loco mesiánico. Es que así le decían a Duarte, el Loco, no sé si por creerse un tocado de Dios o por haber besado la bandera de Estados Unidos.
Nayib Bukele confiesa que su familia es católica, pero él dice que no es religioso. “No soy religioso porque como dijo Jesucristo, no creo en sepulcros blanqueados, en supuestos maestros de la ley, ni en fariseos o hipócritas. No creo en quienes dicen “Señor Señor”, pero no hacen la voluntad de Dios que está en los cielos. No creo en quienes dicen que le encomiendan su campaña a monseñor Romero, y luego van a la tumba de quien lo mató a jurar que ganarán la presidencia…”. Este es Bukele, el que presume un cuadro enorme de Romero en el Salón de Honor Presidencial, no tenía que hacerlo, pero si algo sabe el presidente es ponerse del lado de los buenos.
Bukele al igual que muchos salvadoreños al recordar a Romero siente que la deuda de la guerra no se ha pagado. Precisamente, para una fecha como esta, en un acto oficial decía: “…resucitó en el corazón de todos nosotros, los que continuaremos su legado, luchando porque, algún día, El Salvador tenga justicia e igualdad”. Él debe saber que no se puede hacer justicia apoyado en las armas, así no puede haber igualdad. No debe, jamás, alejarse de las instituciones ni de su pueblo.
Romero hizo la diferencia, porque al igual que denunció los abusos de la oligarquía diciendo “suelten los anillos, o les arrancarán las manos”, también interpelaba a la Iglesia reclamándole que “no puede callar ante esas injusticias del orden económico, del orden político, del orden social. Si callara, la Iglesia sería cómplice con el que se margina y duerme un conformismo enfermizo, pecaminoso, o con el que se aprovecha de ese adormecimiento del pueblo para abusar y acaparar económicamente, políticamente, y marginar una inmensa mayoría del pueblo”. Romero se fue quedando solo, sus ataques al régimen no encontraron eco y la dictadura simplemente pidió su cabeza.
En un país donde la criminalidad, la violencia y la inseguridad son el terror, Bukele ejerce su poder. No creo que con un crucifijo ande por ahí expulsando demonios, y hasta ahora tampoco ha tenido necesidad de su guardia pretoriana. Pero un día tendrá que decidir, si está con Dios o con el diablo. El Salvador vive hoy esperando un milagro, venga de un santo o de un milenial iluminado. Bukele no puede ir a todos lados enseñando el cuadro de Romero, quien desde la Presidencia lo protege y guarda. Cuando sale a la calle, su seguridad son los militares. Y así se vive, todavía los militares siguen velando el sueño de los salvadoreños. Y eso tiene un precio, allá como en todos lados. Todavía los pobres de El Salvador lloran a Oscar Arnulfo Romero, porque eran uno; para ellos fue padre, hijo, y para nosotros un santo.