El panorama tiene pinta desalentadora, por donde quiera que se le mire.
El índice de desempleo, por ejemplo, que en el 2019 rondaba el 7 por ciento y equivalía a unas 146 mil 111 personas; en el 2020 se incrementó hasta alcanzar el 18.5 por ciento elevando la cifra hasta 371 mil 567 trabajadores cesados. La informalidad, por su parte, que estaba en el 44.8 por ciento se disparó hasta el 52.8 por ciento, lo que implica que 767 mil 162 personas se procuran el ingreso por sus propios medios.
A eso se añade la grave crisis por la que atraviesa la Caja de Seguro Social y su programa de Invalidez, Vejez y Muerte (IVM); las gravísimas falencias del sistema de salud, puesto a prueba por una crisis que lo tiene al borde del colapso; los miles de estudiantes que, sin medios para conectarse, quedaron por fuera del sistema de clases a causa de la pandemia del coronavirus; los millares de negocios cerrados y que no volverán a abrir sus puertas con la consiguiente cuota adicional de desempleados.
Y, en medio de tan monumentales problemas, se perfila un proceso de vacunación que tomará todo el año 2021, por lo que los indicios de una posible recuperación podrán darse- con suerte- a principios del 2022.
El nuestro, sin lugar a dudas, es un país enfermo, económicamente colapsado, con una inimaginable cantidad de familias sumidas en la miseria, la desesperanza y amenazadas por el hambre.
Y en medio de esta tragedia inédita no resultaría difícil establecer un grupo de prioridades que ayuden a estructurar y ejecutar las estrategias más oportunas para intentar salir del hueco en el cual se encuentra la nación.
Pero, sorprendentemente, la clase política deja en evidencia- una vez más- el grado de desconexión absoluta en que se encuentra con respecto a las necesidades y la realidad del país.
Porque se requiere una ausencia total de empatía para proponer, en medio de semejante tragedia, cualquier anteproyecto de ley para establecer fechas conmemorativas: ya sea de víctimas del covid o para agasajar a los administradores públicos. Tal absurdo es solamente el síntoma de la enfermedad que nos consume como nación: priorizar la forma sobre la sustancia. Ante la incapacidad de llegar al fondo de los problemas y plantear soluciones, se atosiga el calendario con festividades y conmemoraciones que terminan por convertirse en un monumento a la incapacidad y el vacío que caracterizan al liderazgo político criollo.