Si alguna característica podría ser considerada como la columna vertebral de un partido político esa es la ideología.
En su manera más genérica y social es un sistema de pensamiento compuesto por ideas y principios sobre los que se sustenta una manera particular de ver la realidad y de abordarla para actuar sobre ella. De allí que la encontremos en campos tan fundamentales como la economía, la política, la religión y la cultura.
Además de la base teórica con la cual diagnostica la realidad y considera los aspectos que requieren ser transformados, una ideología se complementa con un plan de acción donde se registran los pasos y las estrategias a seguir para que el ideal al que se aspira pueda ser alcanzado.
De vital importancia en la política, donde cada gesta y cambio que dio forma al mundo tal cual lo conocemos fue impulsado por una -en su momento- poderosa ideología. Cambios para bien y para mal, porque como toda creación humana se mueve entre el blanco y el negro, recorriendo toda la escala de grises.
Desde Bolívar hasta Haya de la Torre, pasando por Santander, Miranda y el inmortal José Martí, Latinoamérica fue forjada por las ideas de quienes se atrevieron a imaginarla libre.
¿En qué momento, como un castillo de naipes, se vino todo abajo?… En el preciso instante en que las ideologías perdieron su fuerza. En el minuto aciago en que las ideas y los principios fueron reemplazados por una colección monstruosa de apetitos personales. Y ahí jugaron un papel estelar la política y los partidos políticos que, lamentablemente, degeneraron en sociedades donde todo dejó de tener valor y se le marcó, a cambio, un precio. Se perdieron las aristas que los distinguía unos de otros y terminaron igualados a ras de suelo.
Parodiando a nuestro eximio poeta, revolvemos la mirada a nuestro alrededor y las circunstancias son las mismas que las del resto de Latinoamérica: la única diferencia entre un grupo político y otro son los colores de la bandera que utilizan como marca de identidad; y que, como aquél esquelético estandarte usado por los bandoleros de mar, culmina ondeando sobre el mismo resultado: un rastro de ruina y destrucción.
No es de extrañar que hoy el lenguaje político abunde en expresiones como negociaciones, acuerdos, intereses comunes. Lenguaje de recámara donde resulta extremadamente difícil reconocer a qué camada pertenece cada personaje y donde la mayor ausencia es la de las ideas, la de los ideales, la de los sueños y proyectos nacionales con los que se forjaba, antaño, la hermandad ciudadana. Resulta comprensible entonces la actual apatía, la falta de compromiso, el descreimiento que carcome a la nación. Caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de esos bufones mesiánicos que prometen el paraíso a las masas inconformes y terminan llevándolas a un nuevo infierno.