El hastío ciudadano frente a la acumulación de problemas sin resolver es un fenómeno creciente en diversas partes del mundo. Este sentimiento de frustración no solo altera la vida cotidiana de las personas, sino que también amenaza las bases mismas sobre las que se construyen nuestras sociedades. La democracia, vista como el baluarte de la libertad individual y el orden social, se encuentra bajo una presión inmensa ante crisis que parecen insuperables. Y en este contexto, el caso de El Salvador bajo la presidencia de Nayib Bukele ofrece un ejemplo revelador de cómo el desencanto puede llevar a la población a sacrificar principios democráticos en busca de soluciones inmediatas.
En ese país, la gestión de Bukele ha estado marcada por un enfoque autoritario, destacando por medidas extremas en seguridad con un estado de excepción que ha generado división de opiniones. A pesar de la prohibición constitucional sobre la reelección inmediata, Bukele ha corrido en busca de un segundo mandato presidencial y ha ganado arrolladoramente. La popularidad de Bukele, incluso al autodenominarse «el dictador más cool del mundo», refleja un fenómeno preocupante: una parte de la ciudadanía está dispuesta a sacrificar aspectos de la libertad individual y normas democráticas ante la promesa de soluciones efectivas a problemas crónicos. La erosión de la democracia se justifica en el imaginario colectivo como un mal necesario ante la urgencia de resultados concretos que mejoren la calidad de vida.
Este fenómeno no es exclusivo de El Salvador, pero su caso ilustra con claridad cómo la desilusión y el hastío pueden predisponer a las poblaciones a aceptar prácticas autoritarias. La narrativa de un líder fuerte que puede resolver crisis inmediatas se convierte en una tentación seductora cuando la democracia parece fallar en su capacidad de ofrecer soluciones rápidas y efectivas. Sin embargo, este sacrificio de la libertad y las normas democráticas por seguridad o estabilidad es una apuesta riesgosa. A largo plazo, puede socavar los cimientos mismos que sustentan la posibilidad de un orden social justo y equitativo.
El reto que enfrentamos es cómo revitalizar nuestras democracias, cómo rescatarlas de las garras de castas políticas ineptas, para que sean capaces de responder efectivamente a las demandas y crisis contemporáneas sin sacrificar los principios que las definen. La solución no radica en el autoritarismo, por más atractivo y “cool” que este pueda parecer en momentos de desesperación, sino en fortalecer las instituciones democráticas y el imperio de la ley, fomentar la participación ciudadana y asegurar la rendición de cuentas de nuestros líderes. La experiencia de El Salvador debe servirnos de advertencia sobre los peligros de sacrificar la democracia en el altar de la eficiencia y la seguridad, recordándonos la importancia de defender los principios democráticos incluso en los momentos más difíciles.