La corrupción en América Latina, y particular mente en Panamá, no es solo un problema político; es una crisis que erosiona las bases de la sociedad y de la economía. Este mal endémico tiene un costo que va más allá de las cifras en los balances de cuentas gubernamentales; afecta profundamente la estructura social y las oportunidades de las generaciones futuras. Panamá, por ejemplo, recursos que podrían destinarse a proyectos de mejora en educación, salud y tecnología a menudo se desvían o malgastan. Esto no solo representa un costo financiero inmediato, sino también una oportunidad perdida a largo plazo. Las escuelas sin los recursos adecuados, los hospitales con equipamiento obsoleto y la falta de inversión en tecnología emergente son solo la punta del iceberg.
Más allá del aspecto financiero, el costo social es aún más devastador. Las generaciones jóvenes de Panamá y de otras naciones latinoamericanas se enfrentan a un futuro limitado, no por su falta de talento o aspiraciones, sino por un sistema que prioriza el beneficio ilícito sobre el bienestar colectivo. Históricamente, la región ha luchado con la corrupción, pero los avances han sido inconsistentes. Comparando con décadas anteriores, es evidente que, aunque hay esfuerzos para combatir este flagelo, los resultados son mixtos. En algunos países, se han hecho progresos significativos, mientras en otros, como Panamá, el cambio es menos perceptible. La lucha contra la corrupción no es solo una batalla de leyes y políticas, sino también de cambio cultural y de valoración del bien común.
La corrupción no es un problema insuperable, pero requiere un compromiso firme y sostenido de todos los sectores de la sociedad. Solo entonces, América Latina y Panamá podrán liberarse de las cadenas de este mal que les ha impedido alcanzar su verdadero potencial.