Domicio Ulpiano, considerado como uno de los más destacados juristas del siglo III, consideraba el derecho como el conjunto de tres principios medulares: vivir con honestidad, no procurarle daño a los demás y conceder a cada cual lo que le corresponde. Y definía a la justicia como “la constante y perpetua voluntad de conceder a cada uno su derecho”. Con estos conceptos sentaba las bases que, con el correr de los siglos, harían del poder judicial el guardián de los valores de la sociedad y el garante de que todos se rijan por las mismas normas, sin consideraciones de fortuna, poder, sexo, color de la piel o religión.
Dentro de la separación de los poderes defendida por Montesquieu, el poder judicial es el encargado de interpretar y aplicar las leyes de un país, además de velar porque prevalezca el Estado de Derecho de tal manera que, al igual que el resto de los ciudadanos, el gobierno obedezca a la ley y justifique legalmente cada una de sus actuaciones.
¿Está la justicia del país cerca de un escenario que cumpla con los señalamientos apuntados? El sistema legal y los tribunales del patio tienen muy mala prensa, y con justificada razón. Durante los últimos años, el deterioro del sistema de normas no ha hecho sino profundizarse cada vez más, hasta el punto que hoy la desconfianza ciudadana hacia los entes de justicia es absoluta. Son demasiados los que dudan que el poder judicial sea independiente, efectivo y, menos aún, equitativo al momento de mantener el orden dentro de la sociedad. Esta desconfianza y el desprestigio que acompañan a la justicia atenta contra la estabilidad de la nación: resulta urgente que se sobreponga a las pruebas que aún afronta y que recobre “la constante y perpetua voluntad de conceder a cada uno su derecho” o aplicar la sanción que corresponda por faltar a las normas.