Winston Churchill era un convencido de la democracia. No dudaba en tildarla como la mejor forma de gobierno porque daba voz a los gobernados, el consentimiento de los cuales la convertía en el sistema político más estable que pudiera ser posible. No cerraba los ojos a sus defectos, sin embargo. Creía que podía ser manipulada por intereses particulares, además de lenta e ineficiente; y que también podía resultar vulnerable a los burdos tejemanejes de los populistas y los demagogos.
Los desafíos globales que afronta el sistema democrático hoy día son muchos: desde el auge del populismo y el resurgimiento de líderes autoritarios, hasta la crisis institucional- pasando por la falta de confianza en el gobierno, la desinformación con fines aviesos, la desigualdad social y los retos planteados por el cambio climático. A la democracia panameña hay que agregarle la remarcada polarización política y social, además de la desbocada corrupción que pudre todos los pliegues de la vida nacional, para tener la radiografía detallada de la situación imperante. Situación que, por cierto, adquiere ribetes riesgosos ante la perversa desconexión existente entre los gobernados y quienes- en teoría- representan sus intereses. Cuando estos supuestos “representantes” de los intereses populares viven en la opulencia más obscena mientras sus “representados” apenas sobreviven en las más difíciles condiciones, el terreno está abonado para los peligrosos extremismos populistas que ya han dejado un rastro funesto a lo largo del paisaje latinoamericano.
Insistir en una gobernanza sostenida sobre la descomposición ética y política reinante, no augura mejores días para la nación. Dicha obstinación solo conseguirá alimentar el descontento, de manera creciente, hasta que, superados los límites de la paciencia popular, la explosión llevará al país por cauces que todos sufriremos y lamentaremos. No podemos esperar que sea tarde para hacer las correcciones pertinentes.