La crisis económica reinante, el deterioro institucional, la falta de credibilidad, la inseguridad, la impunidad, la corrupción, la instauración de los intereses de casta en detrimento del interés general, sacuden peligrosamente a la nación. Y la empujan por un camino de incertidumbre donde, tarde o temprano, el destino nacional se decidirá entre dos opciones.
En la primera, donde la paciencia se ha agotado y la esperanza mayoritaria brilla por su ausencia, la ciudadanía cede el timón de sus decisiones al impulso, al descontento, al hartazgo provocado por las circunstancias dominantes, y utiliza su voto como arma de venganza y castigo. Surge, de esa determinación, el iluminado, el líder mesiánico cuya finalidad es cambiar todo desde la raíz; para lo cual enfilará sus dardos en contra de las élites todopoderosas y corruptas, culpables del desastre circundante; y en contra, también, del sistema legal y de los valores democráticos, a los que acusará de obsoletos para erigirse él como voluntad única y suprema. Los ejemplos de este tipo de liderazgo sobran en Latinoamérica, que ha sido testigo de las calamitosas consecuencias y de la ruina que han provocado.
La otra opción apela a sacudirse el conformismo, a recurrir a los espacios y a los instrumentos que brinda la democracia y, echando a un lado las diferencias, coincidir en los intereses comunes que permitan la renovación de un país de todos y para todos. Para ello se requiere de un nuevo liderazgo, de una masa crítica de ciudadanos que abandonen su zona de confort y se inserten en el hacer social y político, guiados por una ética vigorosa y por principios coherentes con las exigencias del bienestar general. No hay otro camino más prometedor que éste.