El destino de toda sociedad descansa sobre el entramado de leyes y normas que rigen la convivencia de sus integrantes. Si son respetadas, la estabilidad y permanencia de la vida en comunidad está garantizada; si no lo son, el descalabro será inevitable. Por eso, en cualquier sociedad civilizada, el papel de la autoridad y de quienes la representan es mantener el orden y velar que se apliquen las reglas. Ambos, la autoridad y sus agentes, deben garantizar que los miembros de una comunidad o del país cumplan con la ley.
La autoridad está presente a lo largo de la vida del individuo bajo distintos aspectos. En la escuela o colegio, está encarnada en el director de la misma; en el salón de clases, es el maestro o profesor: en el lugar de trabajo, la autoridad va de la mano con el jefe; y en las calles, al conducir un vehículo, la autoridad se materializa en el policía de tránsito.
El episodio donde uno de estos policías, al ser agredido por un ciudadano enfurecido, respondió hiriendo con su arma de fuego al mismo, deja en evidencia que en Panamá el deterioro del principio de autoridad es alarmante. Además, pone sobre el tapete algunas falencias a las cuales no se les puede seguir dando la espalda. Primeramente, el irrespeto que muestra un numeroso grupo de conductores hacia las normas establecidas: al ciudadano protagonista del hecho se le señala de manejar sobre el hombro de la carretera, ignorar el llamado de atención y, finalmente- en un desborde de furia – agredir al representante de la autoridad. El incidente en cuestión deja al descubierto, sin espacio para las dudas, el deficiente entrenamiento de numerosas unidades para enfrentar esta clase de situaciones. Con las técnicas y los recursos de defensa personal adecuados, se habría podido controlar la amenaza evitando los extremos a los cuales se llegó.
Las autoridades pertinentes no pueden seguir indiferentes y sin corregir las deficiencias: el próximo incidente, tal vez, podría culminar con un desenlace mortal para alguno de los involucrados.