Treinta y tres años han transcurrido desde que la democracia fuera reinstaurada en el país. Y mucha agua ha pasado bajo ese puente desde entonces: la suficiente como para establecer el reinante clima de desencanto generalizado que apunta sus dardos en contra del sistema democrático, el cual terminó prostituido por obra y gracia de una reducida élite que ha reacomodado todas las estructuras sociales y políticas para beneficio propio a costa del bienestar y los derechos de la mayor parte de la población.
Luego de una traumática invasión, cuyo costo en vidas nacionales aún no logra estimarse con certeza, la esperanza de un cambio profundo en las prácticas políticas tradicionales murió tempranamente en su cuna. Al cabo de tres décadas, la estructura fundamental de la nación no ha cambiado y el calendario parece haber retrocedido a las aciagas épocas en las que un grupo de privilegiados ejercía el poder político como un monopolio a favor de sus estrechos intereses.
Hoy la Nación continúa desangrada por un Estado ineficaz y corrupto, sostenido por una estructura legal gestada desde una Asamblea igual de pervertida, pero que muestra una extraordinaria competencia al momento de atribuirse privilegios y prebendas ofensivas para la mayoría ciudadana que se debate, entre otras cosas, en medio de la creciente desigualdad, la carencia de servicios tan básicos como el de salud y la insaciable codicia de una clase política sin los recursos morales e intelectuales para sacar al país del atolladero en el que se encuentra.
Sólo con la construcción de nuevas instituciones sociales, económicas y políticas se concretarán los cambios necesarios para imprimirle un nuevo y mejor rumbo a la nación; pero, en ese proceso de construcción sólo la participación de todos los ciudadanos garantizará que se lleve a cabo la tarea.