Para el año 2021, el presupuesto asignado a la Asamblea Nacional alcanzaba la escandalosa cifra de 107 millones de dólares. Transcurridos cerca de once meses, gracias a las prerrogativas de los traslados de partidas y los créditos adicionales, se le adicionaron 93.8 millones a la cantidad original. Con una ejecución presupuestaria de 98 por ciento, al finalizar ese año la “honorable” institución había gastado 196.6 millones en el renglón de funcionamiento, esto es, en las acostumbradas planillas, viajes, compras, alimentos, consultorías y contratación de servicios. Sólo 16.2 millones fueron dedicados a inversión.
Este año, el 2022, empezó con un presupuesto de 143.9 millones de dólares. Sin embargo, al finalizar el pasado mes de julio, ya alcanzaba los 200.4 millones; precisamente, en medio de las airadas y masivas protestas populares provocadas por el derroche, la corrupción y el alto costo de los medicamentos, entre otras muchas causas.
Después de tres semanas de cierres, articulados en torno a las exigencias de austeridad y contención del gasto público, el presidente de la Asamblea anunció un plan de contención donde sobra la demagogia y falta el compromiso de cumplir la palabra empeñada. Porque los 150 millones solicitados como presupuesto para la vigencia del 2023, no se compaginan con una real política de austeridad en el gasto ni con las exigencias nacionales expresadas en las calles.
La voracidad del órgano legislativo solamente es comparable al desparpajo con el que, quienes integran esa institución, se burlan y le mienten a la nación. Los hechos apuntan a que nada le aprendieron a la convulsión social que sacudió al país; y que la irresponsabilidad y las pocas luces que les caracteriza es una mecha que permanece encendida y aún amenaza con volver a desbordar la paciencia ciudadana.