Cuando se posee una visión del país que se desea construir, un objetivo al cual apunten todos los esfuerzos, el conjunto de actuaciones que se llevan a cabo encaja como un rompecabezas, y asegura la materialización de la nación que alguna vez sólo fue un sueño. Por otra parte, si se carece de esa imagen del futuro añorado, sólo queda improvisar, que consiste en hacer algo de pronto, sin preparación previa y sin la menor idea de las consecuencias y los problemas a los que pueda dar origen la acción tomada como simple reacción a una situación dada.
La democracia -advirtió alguna vez Lidia Jorge, la gran escritora portuguesa- consiste en lidiar con la banalidad de lo cotidiano. Y agregaba, para que no quedara dudas, que es allí donde se demuestra la pericia y la capacidad de resolver problemas reales. Palabras que resultan muy pertinentes en los tiempos que corren, donde la improvisación es la moneda circulante en la política de quienes gobiernan.
En Latinoamérica sobraban los problemas sin resolver; y ahora, después de la pandemia, son muchos más los que se han sumado. Y las perspectivas no se pintan nada favorables ante la política vigente totalmente articulada en torno a la improvisación. En Panamá el panorama no presenta diferencias con el resto de la región. Se toman decisiones que no soportan la prueba del reloj y, antes que la manecilla horaria logre completar un par de vueltas, se anula la resolución ejecutada y cuando se intenta volver a la situación original, el problema se ha crecido como consecuencia de la nefasta improvisación. El país navega como barco sin timón y sin rumbo determinado; carente de brújula y de un puerto hacia el cual navegar.
Hace poco más de tres años, en el cierre de campaña, quien ocupa el Palacio de las Garzas proclamó que “gobernar es un asunto serio, ¡No más improvisación ni improvisados!” El tiempo se encargó de desmentirlo, porque hoy su gestión es el reino de la improvisación…y de los improvisados.