La corrupción enferma a la democracia

Ilustración Destino Panamá

La democracia panameña padece una enfermedad que la debilita en la percepción de la población del país.  La última década le ha costado mucho al sistema, pues cada vez más ciudadanos sienten que aquello de “vivir en democracia” les sirve de muy poco.

Estudios sociológicos, publicados en la página web latinobarómetro.org, señalan que 4 de cada 10 panameños dicen sentirse indiferentes a qué sistema de gobierno impera en el país. Un desgaste que impacta si se toma en cuenta que hace once años solo 1 de cada 10 pensaba de esa manera.

Pero, ¿qué idea se tiene en Panamá de la democracia? Una muy vaga, parece ser la respuesta. Cada vez que se fija la mirada en las instituciones, un telón de corrupción nubla la vista.  El Departamento de Estado de los Estados Unidos, en un informe de 2021, lo ha dicho sin disimulos: en Panamá “la corrupción es un problema grave en los tres poderes del Estado”.

Quizás por eso las mediciones del Latinobarómetro sobre la percepción de los ciudadanos concluyen que los tres Órganos del Estado tienen una baja aceptación entre la ciudadanía.  “En los últimos tres gobiernos: el poder judicial y el legislativo pierden espacio de manera sostenida, tanto en la credibilidad como en el imaginario ciudadano”, señala el informe del organismo. Mientras, el Ejecutivo hace lo propio y aparece como una maquinaria cada vez menos eficiente, “una unidad administrativa incapaz de resolver los problemas” dice el documento publicado. Según esos estudios, 8 de cada 10 panameños (80% de la población), está convencida de que la democracia tiene problemas.

Eso, sumado a una sistemática falta de transparencia, nos ha sumido, en el 2022, en una abrumadora decepción del sistema democrático, que carga con las culpas de las actuaciones de los políticos y termina siendo visto como el vehículo para acomodar a grupos poderosos alrededor de las altas esferas de gobierno: “el sistema de la sociedad panameña colapsó, produce corrupción, produce pobreza”, advertía ya en 2018 el economista, profesor universitario y excandidato presidencial, Juan Jované.

Las conclusiones tras las cifras del Latinobarómetro lo reiteran. El 80.9% de los encuestados para su estudio está seguro de que los grupos poderosos gobiernan en su propio beneficio.  Solo 19.1% cree que las decisiones de los gobernantes se toman por el bien de todo el pueblo únicamente.

El sociólogo Mario De León aseguró, en un conversatorio sobre corrupción en Panamá, que la “correa de transmisión” del sistema es el clientelismo; un fenómeno identificado como grave síntoma de la enfermedad que afecta la democracia panameña.

“Qué hay pa’ mi”

Una frase que se puede considerar la corrupción hecha carne. Refleja la filosofía con la que los políticos intentan hacerse de cómplices entre la población, para acceder a los cargos en los que controlarán grandes presupuestos, nombramientos y recursos públicos, que se supone repartirán con quienes los apoyan. Con ese sistema de repartición del botín, cada vez más actores de la sociedad civil con idearios distintos se han apartado de la política y los que quedan han “clientelizado” el escenario hasta reducirlo a esa fórmula que mercantiliza el voto.

Y cuando se habla de clientelismo, los diputados del Órgano Legislativo son protagonistas. El sistema que se han construido en las últimas décadas les ha dado en este periodo un poder incluso superior al del Ejecutivo. Desde el parlamento, se han pertrechado con planillas de contratos de personal con salarios jugosos, que reparten entre sus activistas para garantizar su vigencia en los poblados y mantener la red de clientelismo funcionando.

“La Asamblea se ha convertido en un monstruo que se harta los recursos del Estado: 135 millones al año para un Órgano Legislativo de 71 diputados (1.9 millones por diputado) es un descaro”, ha publicado en su cuenta de Twitter, Jean Marcel Chéry, un activista pro familia y anticorrupción que aspira a convertirse en diputado en 2024.

Esa millonada es la que alimenta la red de compra y venta de votos y lealtades. Y esa misma lógica se aplica en la aprobación de proyectos y trámites a los funcionarios del Ejecutivo, pues en la Asamblea también se deciden los presupuestos.

Lo más grave para la democracia panameña es que a pesar de que su enfermedad está claramente diagnosticada, parece que nada se hará para sanarla. Esta disyuntiva pone en riesgo al sistema democrático porque le hace parecer incapaz de resolver los problemas y lo convierte en el problema mismo en la percepción ciudadana.  Es decir, sin transparencia en la gestión pública y sustentada en el clientelismo, la democracia panameña no encuentra como ser un canal de solución a la desigualdad; al contrario, la corrupción ha ido creando una nueva casta: los políticos que derrochan y aprovechan para ellos el dinero de todos.

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