La gran diferencia entre una democracia exitosa y una fracasada es el nivel de tolerancia social a la corrupción. En las primeras, ante el más pequeño indicio de quebrantamiento de las normas, se activan los mecanismos legales y el infractor recibe su merecido; mientras que, en las segundas, las democracias fracasadas, luego de cometido el delito, se echan a andar los mecanismos del encubrimiento, se ignoran los mandatos de la ley y se tiende el manto de la más absoluta impunidad sobre aquellos que, por su cercanía al poder, se sienten por encima de la ley.
Esta tolerancia a la corrupción es una infección nociva que carcome el tejido social, distorsiona los valores de la democracia y pudre de raíz el estado de derecho. La impunidad instaurada como un privilegio para favorecer a las instancias de poder y a sus más cercanos secuaces, no sólo desalienta el desarrollo y deforma los mercados, sino que afecta mayoritariamente a la gente más vulnerable porque desvía los fondos que deberían ser utilizados para crear mejores sistemas de salud, de educación y de servicios básicos que se precisan para elevar los niveles de vida de la población.
Y precisamente, esta tolerancia a la corrupción es lo que impera en la Lotería Nacional de Beneficencia, donde ha alcanzado extremos que la convierten en un monumento al despojo más descarado. Convertida en un botín político con el que se pagan apoyos electorales, durante los últimos años ha permanecido sometida a un persistente atraco donde lo que ha sobrado es la creatividad a la hora de crear las más variadas artimañas de asalto y lo que ha faltado es la voluntad de hacer valer la ley.
Es hora que desde Palacio se manden señales claras que despejen dudas e indiquen en que parte del escenario se encuentran situados: si del lado de quienes ejecutan tal despojo o del lado de las leyes y del orden social.