Durante muy largos momentos el panorama parece no despejarse; las condiciones difíciles adquieren tintes más desesperanzadores aún, dejando muy poco espacio para el optimismo. Sin embargo, el triunfo sólo se reserva para quienes persisten; para quienes, a pesar de las penurias y los trances difíciles, se mantienen en pie, firmes, con la mirada puesta en un pequeño punto de luz allá en el futuro.
Si alguna lección valiosa ha quedado de esta terrible pandemia es que no podemos seguir dejando nuestro porvenir en manos de una reducida casta, carente de visión y de principios, y que durante los dos años de calamidad sanitaria persistió en lo que siempre la ha caracterizado: el pillaje desvergonzado y un personalismo ilimitado, incapaz de pensar más allá de sus propios intereses y ambiciones.
Como nación requerimos en estos momentos de dos únicos requisitos: la voluntad de asumir la responsabilidad ciudadana de construir nuestro propio destino, y una visión en común que nos empine sobre las múltiples diferencias existentes y nos permita remar en la misma dirección de manera tal que la nave en la que estamos embarcados arribe a un puerto de beneficios para todos. Insistir en la simplicidad de creer que nuestro único deber es asistir a las urnas y luego dejar todo lo demás a discreción de quienes salgan favorecidos por los votos, no producirá nada distinto al desastre reinante durante las últimas décadas.
No se quedaba corto Charles Bukowski al escribir que “se empieza a salvar el mundo salvando a los hombres de uno en uno. Todo lo demás o es romanticismo grandilocuente o es política”. La hora ha sonado, y si queremos salvar el mundo dentro de nuestras fronteras no hay ninguna otra opción, sólo asumir la responsabilidad de construir la nación que queremos, pero construirla todos los ciudadanos, compartiendo el peso de esa monumental tarea. No hay otra manera, si queremos heredarle a las nuevas generaciones algo más que un montón de escombros.