El mito de la gran riqueza de la oligarquía criolla

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En Panamá lamentablemente se han creado unos mitos sobre las familias tradicionales u oligárquicas. Algunos la han inclusive denominado las familias de los primos por los constantes matrimonios endogámicos entre sus componente.

La verdad parece ser muy distinta. Si observamos detenidamente la vida capitalina donde supuestamente radicaba la mayoría de estas familias oligárquicas sus residencias no tenían más de doscientos a trescientos metros cuadrados en lo que se conoce hoy en día como el Casco Antiguo.

En Panamá no hay palacetes ni residencias majestuosas de treinta o cuarenta habitaciones tanto en el Siglo XIX ni en la primera década del Siglo XX. La oligarquía panameña estaba compuesta predominantemente por pequeños burgueses con alguna actividad comercial y un férreo dominio sobre la administración pública. La gran aspiración de la oligarquía panameña siempre fue ocupar un puesto público y así lo vemos a través del siglo XIX como el Siglo XX.

Es cierto que muchas familias entre ellas tenían grandes extensiones territoriales supuestamente dedicadas a la ganadería y algo de siembra, pero en un país despoblado como era Panamá con su clima tropical húmedo nadie dedicó esfuerzo arduo y constante para desarrollar la actividad agrícola.

Lo que pareciera esmerarse las clases oligárquicas panameñas era en apostar a la educación con becas públicas, dinero privado, cargos diplomáticos o consulares. Preparar a las siguientes generaciones en oficios profesionales y de allí se observa cómo muchos de sus miembros fueron destacados médicos, abogados e ingenieros. Inclusive literatos, profesores de secundaria o universitarios.

El gran sueño de la oligarquía panameña luego de la llegada de los americanos con la administración del canal de Panamá y la Zona del Canal fue tener el estándar de la clase media americana. Ir a Miami o tener un apartamento en Brickell Avenue era tener a lo interno del país algún estatus económico.

La verdadera riqueza en Panamá se empezó a ver desde la década de los sesenta en el siglo pasado y con mayor consistencia luego de 1990. Esa riqueza que vemos hoy con amplias y lujosas comunidades residenciales, con imponentes edificios, yates y aviones privados es de reciente data. Nunca el país experimentó un período largo de una riqueza extraordinaria, aunque muy desigual sino a partir de los inicios de este milenio.

Si por aquí pasó la riqueza del Perú y hubo un período de bonanza con las ferias de Portobelo, el Ferrocarril o el Canal Francés no quedó en el país rastro alguno. Panamá a pesar de su posición geográfica siempre fue un país pobre. No hay vestigios de esa riqueza por doquier.  Ni fue Vienna, ni fue Brujas, Sevilla o Marrakech. ¿Y qué ha ocurrido con esas grandes extensiones territoriales en manos de la oligarquía criolla? La mayoría fue vendida en parcelas.

Son escasos los que desarrollaron o mantuvieron sus tierras como tenencia inmobiliaria.   En Panamá no hay ningún Duke of Westminster, ni Rathborne Brothers. El país en un eterno subdesarrollo no ha avanzado lo suficiente por la carencia de un espíritu empresarial dinámico, pujante y agresivo. Lo poco que se ve se ha desarrollado en la zona de tránsito donde ha sido mas fácil ganarse un dólar que en el resto del país.

La causa de nuestra brecha entre ricos y pobres también tiene algo que ver en el sector del país donde nos ubiquemos. Se dice que el resto de las clases sociales siempre siguen el ejemplo de las clases dominantes. Algo de cierto hay en eso cuando hoy observamos la aspiración de la clase media y popular por un puesto público o por ejercer un control político que termina en espacios para la corrupción.

La revolución octubrina desplazó a la oligarquía de esas aspiraciones y esta última se preparó para ejercer cargos profesionales o comerciales en un Panamá mucho más próspero que el de ayer. Si hoy llevan alguna delantera se la ganaron con la educación. La maleantería en Panamá no es el monopolio de una clase.  Es una aberración cultural de la que no nos hemos podido desprender cuando nos entusiasmamos por la vida política.

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