Si como señalara el escritor español Camilo José Cela, “la más noble función de un escritor es dar testimonio, como acta notarial y como fiel cronista, del tiempo que le ha tocado vivir”, entonces el poeta José Franco encarnó esa labor fielmente en una obra que capturó las pulsiones vitales del país a través del cual navegó con su pluma durante una brillante vida consagrada al pensamiento, los versos y las letras.
El pasado lunes 9 de mayo, falleció en la provincia de Los Santos, el destacado poeta nacional. Dueño de una cultura y una sensibilidad impresionantes, José Franco deja a la nación un legado tan extenso como sublime, que describe nuestro carácter y nacionalidad como muy pocos han logrado hacerlo hasta ahora. Inmortalizado por su canto Panamá Defendida, su prolífica obra abarca una multiplicidad de títulos en los cuales traza un épico retrato del país que fue el centro de su actividad artística e intelectual.
Además de periodista, fue embajador de Panamá en Uruguay, Paraguay y Argentina. Ocupó la dirección del que, en su momento, era el Instituto Nacional de Cultura; y destacó como asesor editorial, columnista y editorialista durante muchos años. Obtuvo en tres ocasiones el premio Ricardo Miró en su papel de poeta y dramaturgo e igual número de veces se alzó con el Premio Nacional del Folclore, en 1966, 1967 y 1968. Fue premiado en diversas ocasiones por su labor periodística como columnista, reportero y editorialista. En 1998 fue postulado merecidamente al premio Príncipe de Asturias.
“La escritura es la pintura de la voz”, proclamaba Voltaire, y el poeta Franco lo asumió como un dogma propio: toda su vida fue un ejercicio continuo para registrar las voces de quienes le rodeaban y, afortunadamente para el país, con ese esfuerzo persistente de sus letras pintó el retrato esencial de la nación y de los tiempos que le tocó vivir.
“Para tu sed de siglos / la tierra fue tu origen; / América, tu casa, / el tiempo, tu navío / al mañana / partiendo irremediable”, escribió en el grandioso poema al cual queda por siempre atado su nombre, en una pincelada profética que sería el retrato de su despedida.