El fantasma laico

Bajo ningún parámetro, laicismo resulta sinónimo de ateo; implica simplemente que el Estado funciona bajo estrictas normas jurídicas y no hay una religión ni credo establecido como oficial en la Constitución Política.

Con sus orígenes en el liberalismo, la idea del Estado laico apunta a que todo ser humano es libre, y como tal, tiene pleno derecho a disponer de su vida y de sus bienes de la manera que mejor le parezca. Esto va acompañado del derecho a profesar el credo de su elección y como mejor le convenga. El Estado, en su carácter laico, está llamado a resguardar esa libertad contra aquellos que pretendan quebrantarla, además de asegurar que las funciones del gobierno deben reducirse al mínimo y limitarse a proteger esa libertad individual. De esta doctrina liberal, de donde surge el concepto del laicismo, se derivan tres principios rectores: por ser libre, cada ser humano puede profesar el credo que mejor le acomode respetando, a su vez, la libertad de los otros. El respeto a la libertad significa que el Gobierno no puede favorecer a ningún credo ni religión. Y, también se deriva que el gobierno no puede promover el ateísmo. Para resumirlo: el Estado laico reconoce, garantiza y protege la libertad de conciencia.

Lo contrario de lo descrito hasta ahora, sería un Estado confesional, donde las decisiones y los procesos se rigen por creencias religiosas, donde la diferencia entre funcionarios y fanáticos se reduciría al mínimo y donde la Constitución y las normas establecen como obligatorias algún conjunto de creencias en particular. La historia abunda en ejemplos sobre los caminos y el destino de estos tipos sociedades donde pesa más un dogma que la libertad individual.

Hablar, dentro de nuestras fronteras, de un Estado laico es mentir: el artículo 35 de nuestra Constitución, contradictoriamente, mientras hace referencia a la libertad de culto, establece como un requisito el “respeto a la moral cristiana” a la vez que proclama a la religión católica como la mayoritaria.

No resulta inusitado, entonces, en semejante escenario, que tribunas como la de la Asamblea sean utilizadas por funcionarios desubicados como plataformas para sus arengas religiosas; así como que un ministro auspicie la entrega de folletos de propaganda dogmática a quienes ingresan al país a través del principal aeropuerto nacional.

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